domingo, 7 de julio de 2013

MATRIZ COMUNITARIA: SOCIALISMO Y PODER - IV

LA MATRIZ REPRODUCTIVA DE LA SOCIEDAD ACTUAL

Nuevo Orden: Matriz comunitaria

EL PARTO SANGRIENTO DEL SIGLO XXI



SOCIALISMO Y PODER - Parte IV


Marcelo Colussi

Violencia y cultura

 La ley es una creación del orden humano, no está en la Naturaleza.  Es  una  convención,  un  acuerdo.  La  ley,  la  norma,  la  regla,  es  algo que debemos aprender, y por tanto, reforzar y mantener cotidianamente. Un niño llega al mundo y debe ingresar a un universo cultural que lo espera. Ahí aprenderá a hablar, aprenderá normas de las más diversas, deberá aprender a esperar, a tolerar. Todo ese proceso complejo, duro, no  garantizado  biológicamente  en  cuanto  a  su  resultado  final,  es  la crianza de un niño y su marcha hacia la adultez considerada normal. En todo tiempo histórico y en cualquier cultura ese proceso debe cumplirse inevitablemente para lograr que alguien devenga un sujeto adaptado.

La  ley  es  un  principio  ordenador,  es  lo  que  posibilita  que  no  nos eliminemos unos con otros. La ley, la norma, es lo que dice qué se puede y qué no se puede. Para que exista sociedad humana es necesario un orden, y eso es lo que viene a dar la ley. Secundariamente podrá decirse  que  un  determinado  orden  social  no  es  justo,  que beneficia  a  unos pocos en detrimento de la mayoría, por lo que se buscarán medios para transformarlo  y  edificar  otro  menos  violento  estructuralmente.  Pero siempre  habrá  un  orden  social.  No  hay  individuo  sin orden  social,  y  no hay igualmente ser humano ni sociedad sin ley.

Si  el  ser  humano  es,  por  definición,  un  producto  de  su  medio,  de su cultura, esto es: un ser simbólico, la importancia de la ley radica justamente en esto: su eficacia simbólica. Las convenciones establecen que no se pueden hacer determinadas cosas: matar, atravesar la calle con el semáforo  en  rojo  o  mantener  contacto  sexual  padres  con  hijos.  Las  reglas  lo  establecen.  De  hecho  vemos  que,  sin  embargo,  todo  esto  que está prohibido igualmente puede tener lugar. Pero la transgresión de las normas  es  lo  que  las  reafirma  como  efectivas.  Y  aunque  de  hecho  se cometan  homicidios,  alguien  cruce  con  luz  roja  un  semáforo  o  se  consume  el  incesto  en  algún  momento,  la  gran  mayoría  de  la  gente  no  lo hace.  La  ley  se  cumple.  Todos  la  respetamos  porque  de  ello  depende nuestra  sobrevivencia.  Además,  adicionalmente,  si  no  lo  hacemos  sabemos que hay castigo.

El  lugar  donde  primeramente  los  seres  humanos  entramos  al mundo  de  las normas  es  la familia. Esa  célula  social  es  el  microcosmos donde la cría humana va deviniendo sujeto integrado a las convenciones preestablecidas.  No  importa  las  formas  que  adopte  esa  crianza,  la  modalidad  con  que  se  lleve  adelante:  familia  monogámica,  clan,  familia monoparental, etc. Lo importante es que, en cualquier sociedad, el proceso nunca falta, no puede faltar (si no, no habría ser humano).

 Hasta  donde  la  antropología  comparada  y  la  ciencia de la  historia pueden  enseñarnos,  en  todo  momento  y  lugar  de  la  Humanidad  asistimos  a  este  proceso:  cada  ser  humano  individual  es  producto  de  su mundo cultural, al que reproducirá en cada acto de su vida, y que traspasará (no a través de los genes sino del lenguaje) a las nuevas generaciones que engendre.

 El rompimiento de ese orden legal establecido es la violencia. Toda cultura humana tiene como objetivo último su propio mantenimiento, su conservación. Pero en ese proceso de autoperpetuación no está excluida la  violencia.  Por  el  contrario,  es  una  constante  repetida  en  toda  cultura de que se tenga noticia que la violencia hace parte de su más cotidiana dinámica  normal,  tanto  en  las  relaciones  internas  como  en  las  que  se establecen con otros distintos, extraños a ella.

Si hay algo que se repite en todo pueblo, en toda civilización, es la violencia.  Y  ello  en  un  doble  sentido.  De  alguna  manera  puede  decirse que el sujeto individual, heredero y representante de su mundo cultural, está sometido y es producto de una violencia intrínseca que lo sobredetermina, lo constituye como uno más de la serie a la que pertenece. Allí hay en juego un proceso que, aunque no es asimilable a la violencia física ejemplificada por el golpe o el machetazo, presupone un acto de sometimiento: nadie  pide  nacer,  el  ser  nos  es  dado.  Nadie  decide  su  lenguaje,  su  cultura,  su  determinación  social.  Todo  esto  adviene  desde otro. Ningún bebé demanda ser circuncidado, o bautizado, o sometido a ninguno de los ritos que nos fijan en una cultura. Ningún niño pide asistir  a  la escuela,  y las  imposiciones  paternas  son  ante  todo  eso: imposiciones.  He  ahí  una  primera  vertiente  de  la  violencia  originaria:  yo  me constituyo  contra otro.  La  agresividad  está  en  la  base  de  nuestra  existencia, no como elemento "malévolo" del que tendremos que deshacernos, sino como ingrediente fundamental.

 Desde  otro  punto  de  vista,  y  dando  por  supuesta  esa  violencia constitutiva,  todo  grupo,  toda  cultura  funciona  resguardándose  a  sí misma y tomando distancia del otro diferente. "Amar al prójimo como a sí mismo" es una elaboración racional que presupone que ese otro también puede ser agredido, justamente por distinto, por diferente –al igual que me puede suceder a mí–, por lo cual debemos protegernos con una máxima moral. El ataque al otro diferente es algo siempre posible en la dinámica humana.  Piénsese en los fenómenos masivos  que pueden dispararse  en  cualquier  momento:  quizá,  dadas  ciertas  circunstancias,  –y esto, de hecho, ocurre muchas veces– un partido de fútbol puede degenerar  en  una  batalla  campal  entre  las  porras  contrarias  simplemente porque "los otros" provocaron, por citar algún ejemplo.

Digámoslo de otra manera: aunque no se sea racista, no es lo más común, en principio, que se formen parejas entre hombres y mujeres de distinta  etnia  o  religión,  o  que  los  amigos  de  mis  hijos  pertenezcan  a otro grupo socioeconómico diferente al mío. La elección de objeto amoroso es, en el fondo, narcisista. Se escoge lo semejante, lo que evoca al propio yo.  Lo  extraño,  en  ese  marco  es,  primariamente,  hostil.  Amo  al otro porque amo en él lo que es igual que yo. La aceptación de lo disímil necesita  de  un  trabajo  racional,  no  es  lo  más  primariamente  espontáneo. Todo código ético, del que ninguna organización social puede carecer, es un intento de no fagocitar al extraño, sentando con ello las bases para  que  otro  tanto  no  me  suceda  a  mí.  En  este  sentido,  entonces,  la discriminación (de cualquier índole: étnica, cultural, sexual, etc.)  puede comprenderse  como  algo  muy  fácil,  muy  a  la  mano  en  la  estructura humana, y de lo que continuamente hay que estar alerta. Sin fuese tan natural y espontáneo el amor por los otros, no habría necesidad de una máxima que nos lo recordara.

 La posibilidad de eliminar al "otro" diferente está siempre presente. No es sino ése el mecanismo íntimo de la guerra: el otro distinto de mí  deja  de  ser  respetado  como  ser  humano  abriéndose la  perspectiva, concretada  muchas  veces,  de  suprimirlo  –con  lo  que  se  presupone  que yo, claro está, tengo la razón y el derecho de neutralizar al "equivocado" (matándolo, acallándolo, segregándolo)–. En ese sentido no hay ninguna cultura tan "buena"; todas, según la historia nos lo demuestra, apelan a la discriminación, en una u otra manera. Y en todos lados vemos que se repite  la  posibilidad  de  sacrificios  humanos,  de  linchamiento,  de  lapidación. Ninguna civilización es ni "inocente".

De ahí, entonces, la pregunta casi obligada: ¿estamos condenados a la violencia?

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