miércoles, 4 de noviembre de 2009

Talento o mediocridad








Ricardo Palma decía, para ser preciso al escribir versos: “Forme usted líneas de medida iguales, y luego en la fila las coloca juntas poniendo consonantes en las puntas; -¿Y en el medio? - ¿En el medio? ¡Ese es el cuento! Hay que poner talento”. Ese es el punto, TALENTO. El intelectual revolucionario o el artista de talento, no tiene una preocupación obsesiva por los derechos de autor, por las regalías, contratos, etc. El artista de talento, cuyo arte brota de lo más profundo de su ser, vale decir, de su pueblo: se realiza en su arte. No se preocupa si pierde en una mala transacción una o más obras, pues, nadie podrá despojarlo de su talento. En cambio, el artista mediocre, el copista o el imitador, siempre tendrá una preocupación obsesiva por los derechos de autor. Las preocupaciones de la inteligencia resultan, sobre todo, utilitarias, porque el ideal de nuestra época es la ganancia y el ahorro. La acumulación de riquezas aparece como la mayor finalidad de la vida humana. Oficialmente, legisladores y portavoces del régimen capitalista, preconizan el ahorro y la inversión; pero, extraoficialmente se inculca una serie de valores contrarios a la producción y, esto no es nada extraño, a un orden socio-económico que tiene al mercado como fin supremo. En el mundo de la televisión, los creadores y constructores brillan por su ausencia; el consumo, el ocio y el despilfarro, es el paradigma. La neurosis obsesiva, enfermedad psico-social, es inseparable al capitalismo, y desaparecerá conforme se extinga el régimen de la propiedad privada.
El capitalismo es un sistema económico, regido esencialmente por valores cuantitativos, es decir, valores de cambio. El intelectual se encuentra natural, espontánea y orgánicamente inmerso y en contradicción con el universo capitalista. Para un artista, un cuadro es ante todo bello. Para el capitalista, es ante todo ¡un objeto que vale 1’000,000! Allí encontramos la oposición entre dos mundos profundamente heterogéneos. En la medida que el intelectual resiste no puede sino volverse instintiva y visceralmente anticapitalista. No es sino en la medida en que capitula, en la medida en que acepta someter al dominio de los valores de cambio su universo ideológico–cultural, como es integrado al capitalismo.
La inteligencia es una víctima más, en mayor o menor grado, del mercantilismo capitalista. No puede sobrevivir al margen de las apetencias materiales, del influjo del valor de cambio, de lo cuantitativo. El homo economicus, en cierta categoría de intelectuales, se expresa en un cálculo mezquino y astuto, pero sin profundidad ni horizonte, incapaz de trascender el más estrecho interés individual. Sucumbe ante el poder sugestivo y avasallador de la propiedad privada. La obsesiva preocupación por los “derechos de autor” no es otra cosa que una manifestación inconsciente del sometimiento al universo capitalista. Es que el éxito intelectual es medido por el beneficio económico. Cuando el criterio económico se impone y sustituye al criterio docente, literario o artístico el intelectual deviene en un mercader de obras. Esto es, se convierte en un vendedor potencial de sus facultades espirituales cosificadas: la subjetividad misma, el saber, el temperamento, la facultad de expresión, se convierten en una mercancía, que se pone en movimiento según leyes propias, independientes de la personalidad del individuo. El caso del periodista revela del modo más grotesco “la falta de conciencia y de ideas” que lo conducen a prostituir sus vivencias y convicciones. Honoré de Balzac en su novela Ilusiones perdidas realiza un análisis lúcido e implacable de la cosificación del periodista en el siguiente dialogo: “¿Depende usted de lo que escribe? – dice Vernou con un aire burlón. – Pues somos comerciantes en frases, y vivimos de nuestro comercio.” El poder del dinero, “vil ramera de los hombres” (Shakespeare), corrompe y prostituye al más avisado de los mortales. Así, la satisfacción de sus necesidades individuales, constituye el único norte de su acción que no le permite ver en los demás sino rivales en la lucha por los escasos bienes; al tiempo que sus facultades espirituales, se tornan instrumentos potencialmente eficacísimos de los que por todos los medios intenta valerse. Para este tipo de intelectual su realización individual es un fin. No se trata de que el intelectual sea un vehículo para la realización del género humano. Todo lo contrario. El género queda subordinado al individuo, la esencia a la existencia y la sociedad se disuelve en una pluralidad de átomos aislados.
El artista como el escritor es la personificación de la libertad. Su creatividad tramonta los linderos de la realidad en la medida que su imaginación lo conduce. El pincel o la pluma no encuentran límites, fronteras, que detengan su férrea voluntad de imprimir lo que su imaginación le dicta. Encuentra en la realidad los elementos que constituyen las piedras angulares del edificio que construye. Pero, siempre, rompe los cánones de lo tradicional, de la visión habitual de la realidad: conformista o poltrona. Su arte irrumpe cuál Pegaso en monte pletórico de cabras, provocando una estampida de criticas, las más de las veces mal intencionadas.
El intelectual enfrenta la contradicción entre ser y deber ser, valores y realidad, ética y política, condiciones materiales y voluntad. Este abismo entre el ideal o deber-ser y la realidad existente, entre la aceptación tal cual de la estructura social dada y la voluntad abstracta, puramente subjetiva, de modificarla, puede conducir al fatalismo o al utopismo. Cuando el hombre sucumbe ante el determinismo económico cae en la más pueril de las servidumbres a los valores de cambio. Cuando deja que la imaginación, la ética, los valores, se separen de la realidad se precipita hacia un voluntarismo estéril y sectario. Por otra parte, cuando la imaginación deja de tener contacto con la realidad, el intelectual puede precipitarse hacia la locura. En especial, cuando sobre valora su capacidad y la realidad abofetea su egocentrismo, encuentra en los delirios de infinitud el arma defensiva frente a una realidad aplastante. Su incapacidad para aceptar sus limitaciones lo puede conducir a la pérdida casi absoluta de la noción de la realidad. Su imaginación revoletea en torno de molinos de viento, cual Quijote.
El talento de todo hombre de letras encuentra el delicado “equilibrio” entre la realidad y la imaginación. Cervantes, por ejemplo, en El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha nos entrega la perfecta fusión de ilusión y realidad. En su obra, el legendario Jinete de la Mancha carecería de brío sin la célebre figura de Sancho, el hombre práctico. Sus principales personajes se complementan como las dos caras de una moneda. Así, la vitalidad de la inmortal obra del Manco de Lepanto brota de la complementariedad y dependencia de Don Quijote y su fiel escudero Sancho. Del mismo modo, en política, el programa prospectivo es el complemento necesario del programa reivindicativo. Sin un programa del futuro, la energía social liberada por el programa del presente se diluye en una nueva máscara del viejo orden. Sin un programa del presente, la revolución social es simplemente una quimera, sueños de opio sin un ápice de realismo. Los programas que triunfan no se elaboran sobre caprichos sino sobre necesidades vitales, pero sobre todo, en base a tendencias socioeconómicas.
Tacna, 01 Noviembre 2009
Edgar Bolaños Marín

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