domingo, 17 de octubre de 2010

UN LIBRO PROHIBIDO = Testimonio de Parte



AÚN SUENAN TAMBORES

Autor: Alberto Gálvez Olaechea

PRESENTACIÓN
“Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su agujero de luz, bendije mi cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra”.
Jorge Luis Borges, “La escritura de dios”


Los textos que presento a continuación no son fáciles de clasificar, aunque por las circunstancias en que se escribieron y las motivaciones que los animan, permiten que quepan dentro del género testimonio: testimonio de una praxis y de una etapa de la historia del Perú.
Han sido escritos en distintos momentos y cada uno tiene su propia historia, pero tienen en común ser parte de una no concluida batalla por poner en sus justas dimensiones – y determinar las responsabilidades – desde el campo de los vencidos, de quien no acepta que además de la libertad le expropien la palabra.
La formación en el Perú, en el año 2001, de una “Comisión de la Verdad y Reconciliación” (CVR) me impulsó de manera inmediata a poner en blanco y negro los resultados de un largo proceso de reflexión sobre mi experiencia a la luz de los resultados. Esto era tanto más urgente pues los espacios para hacer oír nuestra voz disidente eran prácticamente nulos. Era, además, una manera de dejar registro de mis puntos de vista, aunque no tuvieran mayor incidencia ahora; expresar mi verdad, aunque supiera que “la verdad” suele dar cuenta de cierto sentido común tejido sobre determinada correlación de fuerzas.
El primer documento lo redacté como artículo a ser publicado en alguno de los medios de prensa, y aunque se tocaron varias puertas, todos declinaron, mostrando hasta donde llegaba su espíritu democrático y su tolerancia. No tuvimos voz en un debate que, definitivamente, nos concernía.
El segundo fue presentado a la CVR como balance personal y testimonio de mi experiencia (en abril del 2003). Tengo que reconocer – y agradecer – el esfuerzo de la CVR, no sólo por oír lo que tenía que decir, sino por brindarme una tribuna para expresar ante sectores más amplios de la opinión pública el resumen de mis conclusiones y autocríticas. Sin embargo, el documento en cuestión circuló restringidamente.
El tercero es mi toma de posición luego de la presentación del Informe Final de la CVR en agosto del 2003. De nuevo una voz inaudible en medio del escándalo mediático.
El texto final, el más estrictamente testimonial, es también el más reciente y el que da cuenta del hábitat en el que han transcurrido mis últimos años y las relaciones con quienes me son más cercanos.
Todos han sido corregidos y anotados para esta ocasión, que es la primera en que se juntan, lo que les da mayor originalidad. Tienen en común el haberse escrito en la prisión, lo que les proporciona una perspectiva singular y un inevitable tono de alegato, de autodefensa. Su difusión ha sido tan reducida que existe una desmesura entre su propósito y sus medios; una auténtica “guerra de la pulga”, diría Robert Taber.
Si al decir de Borges los auténticos caballeros son aquellos que defienden causas perdidas, las páginas que siguen forman parte de una justa caballeresca. Ojala sirvan para introducir algo de sosiego en los ánimos desbordados, pues en el Perú, varios años después de concluido el conflicto interno, hay quienes tienen interés en seguir tañendo tambores de guerra.

Lima, 14 de noviembre del 2004.

I. La palabra del mudo

COMISIÓN DE LA VERDAD (y verdad de la Comisión)

Hace dos mil años el teórico militar Sun Tsu afirmó que el principio básico de la guerra es la impostura. Winston Churchill sostuvo alguna vez que en las guerras la primera víctima es la verdad. Más actual, en Las guerras del futuro, Alvin Toffler dice que la demonización y deshumanización del adversario es un componente esencial de la estrategia.

Si esto es válido en general, es mucho más cierto en los conflictos internos, que están cargados de mayor agresividad, odios y rencores. Esto llevó a que uno de los corolarios de las insurgencias armadas de las últimas décadas en América Latina haya sido la conformación de “Comisiones de la Verdad”.

En unos casos estas comisiones fueron resultado de la negociación entre las partes beligerantes, ante el reconocimiento mutuo de que ninguna de ellas estaba en condiciones de vencer a la otra (como en El Salvador y Guatemala). En otros casos, surgieron luego de derrotada la insurgencia armada, en el tránsito de las dictaduras a regímenes democráticos, cuando los nuevos gobernantes civiles intentaron saldar cuentas con el pasado, relegitimar al Estado y afirmar su autoridad frente a fuerzas armadas sobredimensionadas en el ejercicio del poder y la lucha antisubversiva (es el caso de Argentina). En el Perú estamos próximos a la segunda situación.

Y si bien en las cárceles los sentimientos hacia la Comisión de la Verdad, de reciente constitución, oscilan entre la indiferencia, el escepticismo y el rechazo (un sector senderista propone “una auténtica Comisión de la Verdad con participación de las partes”), lo cierto es que ésta es la única Comisión posible aquí y ahora. No estamos en condiciones de elegir, de negociar y menos de imponer. Sólo podemos concederle el beneficio de la duda y esperar que sus miembros tengan la honestidad, el coraje y la lucidez para escudriñar, esclarecer y comprender los hechos, determinando las responsabilidades de cada quien, sin quedar aprisionados en los lugares comunes y las falsificaciones que han abundado en estos años. Veamos si el señor Lerner, de cuya probidad tenemos las mejores referencias, puede llevar su barco a buen puerto, a pesar de las aguas procelosas en que tendrá que navegar.


1. UN POCO DE HISTORIA

El primer paso en dirección de la verdad será, sin duda, el de la comprensión de la circunstancia histórica que permitió el surgimiento y desarrollo de la violencia política de los ochenta, que no fue un “trueno en cielo sereno”. Dos décadas con golpes de estado y gobiernos militares, de defraudación de las esperanzas populares, con desbordes sociales y agudos conflictos, con acres debates ideológicos dentro de una izquierda en expansión, con varios intentos insurgentes abortados, no podían sino crear núcleos de militantes radicalizados que en un determinado momento tradujeron en acción lo que entonces era un extendido sentido común (¿olvidamos que un candidato presidencial blandió un fusil de madera ante una multitud enfervorizada?). No pretendo diluir o eludir la responsabilidad por nuestros actos, pero creo que no puede vérsenos como una suerte de extraterrestres, de seres alucinados que llegaron a trastornar un país que marchaba tan bonito.

Apostamos por una transformación radical empuñando las armas y perdimos. Nos equivocamos, qué duda cabe. Pero (y en este caso los “peros” son pertinentes) ¿qué decir de las clases dirigentes que han llevado al país de frustración en frustración? ¿Y qué de las élites oportunistas y corruptas que una y otra vez traicionaron las esperanzas populares? ¿Dónde quedan los grandes evasores de impuestos, los que fugan capitales y quienes saquearon la hacienda pública en beneficio privado? ¿No ha sido la violencia oficial contra trabajadores, campesinos, pobladores y estudiantes una constante de nuestra historia, y cada derecho adquirido no estuvo regado de la sangre de los de abajo? ¿No es cierto acaso que somos un país hondamente fracturado, solapadamente racista y carente de solidaridad entre los estratos superiores y los inferiores? ¿No fue, y sigue siendo aún, el “cholo barato” el principal ingrediente de la riqueza en el Perú?

En una entrevista aparecida en el libro Peregrinos de la lengua, el escritor mexicano Carlos Fuentes dice algo que me releva de mayores comentarios: “Perú siempre me pareció el México de Porfirio, un México sin revolución. Había una diferencia de clases tan marcada que en México no existe; una altanería y una arrogancia de las clases superiores que en México sería inaceptable”.

Quiero también referirme a un par de acontecimientos internacionales que dejaron en nosotros sus huellas indelebles: el primero fue el golpe militar pinochetista contra el gobierno de Salvador Allende (1973), que nos mostró lo inviable del camino pacífico al socialismo, y lo poco apegados a la democracia que eran los Estados Unidos y las burguesías locales, para quienes también “salvo el poder, todo era ilusión”; y el segundo fue la revolución popular sandinista (1979), que nos hizo respirar el aroma de tiempos nuevos, el optimismo de las ilusiones posibles, y volvió a poner de moda el “verde olivo” entre quienes sentíamos que la resucitada democracia peruana había sido reabsorbida por “los dueños del Perú”. Que nuestra lectura de estos hechos fue simplificadora, ahora lo tenemos claro; siempre será más fácil ser historiador que profeta.


2. QUE LA VERDAD SE ABRA PASO

Pero el trabajo principal de la Comisión no será el histórico-sociológico, sino más bien el arqueológico-detectivesco. Tendrán que escarbar en tumbas clandestinas y archivos secretos, entrevistar a víctimas y victimarios, contrastar versiones, armando el diverso y complicado rompecabezas que fue la violencia política las dos últimas décadas del siglo veinte en el Perú.

No será sin embargo entre los insurgentes donde tendrá que espulgarse ni mirarse con lupa. Nuestras acciones, buenas o malas, fueron públicas y notorias. Lo que no reivindicamos (en el MRTA esto fue una política general), la policía se encargó de escudriñarlo. No hay muchos secretos que develar, y en lo que a mí respecta (y no creo ser el único), estoy interesado en contribuir a que haya luz donde pudiera haber lugares oscuros.
Fue en el otro campo donde se armaron los operativos secretos, donde se sembraron las tumbas clandestinas, donde florecieron el “Comando Rodrigo Franco” y el “Grupo Colina”, donde se usaron los recursos y mecanismos del poder para garantizar la impunidad, donde todos son inocentes y sólo los subalternos habrían realizado la “guerra sucia”.

Cómo no acordarnos del ex presidente Fujimori narrando jocosamente a la televisión, sin producir escándalo alguno, cómo un mando del MRTA se había ensuciado los pantalones cuando habían hecho el ademán de lanzarlo de un helicóptero en pleno vuelo (lo cual es una forma de tortura ¿o no?). Lo que no dijo el ex presidente (hoy ciudadano japonés), es cuántas personas sí fueron lanzadas de helicópteros en vuelo. Este es uno de los llamados “excesos”.

Hay demasiada mentira pasada como moneda de buena ley. Mario Vargas Llosa, en su libro Como pez en el agua, menciona que un oficial de inteligencia de la Marina le informó de un pacto secreto entre el MRTA y el APRA para atentar contra su vida, y atribuye a esto que aparecieran explosivos en el aeropuerto de Pucallpa cuando el avión en que viajaba aterrizó. Tal pacto fue un invento y el “atentado” ramplón suena a efectismo y no a propósito real. Todo apunta a una maniobra envolvente sobre el candidato Vargas Llosa semejante a la que haría Montesinos sobre Fujimori en nombre de la seguridad. ¿Es casualidad que la jefatura político-militar de Ucayali estuviera a cargo de la Marina?


3. ¿RECONCILIACIÓN?

Con la ampliación del número de miembros de la Comisión de la Verdad se añadió el epíteto de “Reconciliación”. No termino de entender la razón de esta inclusión, o para ser más preciso, no encuentro que exista un efectivo propósito de reconciliación, por lo menos en lo que a nosotros - habitantes del “país de las sombras” - respecta. Si la verdad puede estar entre las metas de la Comisión - y esto es importante - lo de la “reconciliación” suena a exceso retórico.

Todo permite suponer que la reconciliación está dirigida a tranquilizar a militares y policías, para que no los inquieten los eventuales hallazgos. Esto es, una reconciliación entre los vencedores con exclusión de los vencidos. Y esto no depende de la buena o mala voluntad de los miembros de la Comisión, sino más bien del contexto en que ésta surge (agravado con los atentados del 11 de setiembre en los Estados Unidos) y la correlación de fuerzas que expresa (¿a quién le interesa la reconciliación con 2500 presos?).

Hay por lo menos un par de hechos que nos ratifican en esta apreciación: la ausencia en la Comisión de personas como Hubert Lanssiers o Pilar Coll, a quienes sus años de trabajo en las prisiones les dan conocimientos de aspectos fundamentales de la realidad del conflicto, a la vez que los convertía en interlocutores privilegiados con las diversas colectividades de presos; y el desembarco de última hora del doctor Rodrigo Montoya para incluir en su lugar a un respetable general.

En un artículo reciente (Caretas Nº 1680), el periodista chileno José Rodríguez Elizondo, citando a un ex canciller de su país que se refería a la Guerra del Pacífico, dice: “Chile ha mostrado una actitud psicológica más propia de los vencidos; no ha tenido la generosidad ni la dignidad propias del vencedor”.

Y si esto sucede en la guerra entre países ¿qué podemos esperar de los conflictos internos, donde los enconos y las desgarraduras suelen ser mayores?
Ya sabemos que cuando se habla de “cerrar heridas” no se están refiriendo a nuestras heridas. Nosotros no contamos. Y esto no es una queja; quienes nos conocen saben lo lejos que estamos del abatimiento y el lamento. Sólo quiero recordar a las gentes que con un poco de lucidez ven los destinos del Perú —y créanme que lo hago con la mejor buena voluntad— que en las heridas abiertas de los vencidos estará por siempre el fermento de las futuras rebeliones.

Cajamarca, setiembre del 2001.

II. Ensayando explicaciones para la Comisión de la Verdad y Reconciliación

“Cada época, cada cultura, cada costumbre y tradición tienen su estilo, tienen su ternura y durezas peculiares, sus crueldades y bellezas, consideran ciertos sufrimientos como naturales, aceptan ciertos males con paciencia. La vida humana se convierte en verdadero dolor, en verdadero infierno sólo allí donde dos épocas, dos culturas o religiones se entrecruzan. Un hombre de la Antigüedad que hubiera tenido que vivir en la Edad Media se habría asfixiado tristemente, lo mismo que un salvaje tendría que asfixiarse en medio de nuestra civilización. Hay momentos en los que toda una generación se encuentra extraviada entre dos épocas, entre dos estilos de vida, de tal suerte que tienen que perder toda naturalidad, toda norma, toda seguridad e inocencia. Es claro que no todos perciben esto con la misma intensidad”.
Herman Hesse, El lobo estepario.


PRÓLOGO

Los hechos y las ideas que a continuación expongo constituyen el balance y las conclusiones de lo que, a mi juicio, significó la violencia política que durante las dos últimas décadas del siglo veinte remeció al Perú. No es la mirada neutral y desapasionada de un observador sino el intento de un protagonista por comprender y explicar su propia experiencia.

La historia muestra que la visión de los vencidos no sólo es necesaria para aproximarse a la totalidad del proceso sino que ésta puede ser más enriquecedora, pues acentúa el afán crítico por hurgar en las causas últimas de la derrota. Los vencedores, en cambio, suelen ser autocomplacientes y presentar sus actos como una sucesión de aciertos, racionalizando incluso a posteriori ciertos azares, exhibiéndolos como planes magistrales.

Así, pienso que la insurgencia armada en el Perú empezó a perderse cuando, aplicando los manuales contrasubversivos, se logró imponer en los juicios y las expresiones populares el calificativo de “terrorista” para referirse a los alzados en armas. De este modo, ya no estábamos ante la entrega generosa - equivocada o no - a una causa de transformación social y de rebeldía contra un orden injusto y opresor, sino ante el desenfreno de fuerzas tanáticas, la manifestación de pulsiones perversas; en definitiva, un asunto más clínico que sociológico. Tenemos que reconocer, sin embargo, que muchas de nuestras acciones contribuyeron a fijar esta expresión en el imaginario colectivo.

Estamos, pues, en un territorio minado, en el que las heridas no han terminado de cicatrizar y los ánimos, en consecuencia, se erizan cuando el tema, por una u otra razón, se pone a la orden del día. Por lo tanto, era inevitable que en las líneas que siguen haya un matiz de autodefensa, sin que éste sea su propósito.

Ojalá esta sea una contribución a los objetivos de comprensión de la CVR.

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“El 30 de abril de 1932 la fuerza pública mató a nueve indígenas comuneros, entre ellos mujeres y niños, en el pueblo de Pucyura, en la provincia de Anta [...] Hubo también varios heridos.
Al jefe que comandó la Guardia Civil en la matanza de Pucyura se le otorgó un premio por su conducta considerada como heroica; y le fue conferido en forma pública el día de la Policía, 30 de agosto de 1932. Los indígenas fueron acusados de comunistas”.
Jorge Basadre, Historia de la República (tomo XIII)


El intento de presentar a los insurgentes de la década de 1980 como algo exótico, una suerte de anomalía en un país pacífico y con un pueblo sumiso, no resiste el menor análisis. Nuestra historia está jalonada de convulsiones y violencia social de magnitudes y características diversas; desde las montoneras y el bandolerismo social hasta las asonadas y auténticas guerras civiles. Repasemos algunos de los acontecimientos que dieron forma al siglo veinte.

La revolución pierolista de 1895 que puso fin al militarismo posterior a la guerra con Chile e inauguró la república aristocrática significó un enfrentamiento cuya dimensión, al decir de Alfredo Barnechea, se ha perdido de vista: “Durante tres días, en marzo de 1895, hubo más de 2 000 muertos según Basadre, y unos 3 000 según Ulloa. Recordemos que Lima era entonces una ciudad de poco más de 100 000 habitantes, de modo que esta cifra representa entre el 2% y el 3% de la población de la ciudad” (La república embrujada).

El derrocamiento de Leguía, en el contexto de la crisis profunda del capitalismo mundial, desencadenó una convulsión social y política de hondas repercusiones. Uno de los acontecimientos trascendentales fue la conversión del Apra en un movimiento político de masas, en un proceso que distó muchísimo de ser apacible y sosegado. El cuestionamiento aprista a los resultados electorales de 1931 , y sus ambiguos mensajes insurgentes, desencadenaron luchas de inusitada violencia, que Basadre describe con amplitud en el décimo tercer tomo de su Historia de la República: el 7 de mayo de 1932 se sublevaron los marineros de los cruceros Grau y Bolognesi, que fueron rápidamente derrotados y los rebeldes sometidos a juicio sumario en una corte marcial que determinó el fusilamiento de ocho de ellos (ejecutados el 11 de mayo en la isla de San Lorenzo). El 7 de julio de ese mismo año, masas apristas encabezadas por Manuel “Búfalo” Barreto asaltaron el cuartel O’Donovan de Trujillo y desencadenaron la insurrección de la ciudad; el 8, Agustín Haya y los demás jefes apristas fugaron y dejaron a la ciudad librada a su suerte; la madrugada del 10, catorce militares cautivos fueron asesinados (“los cadáveres fueron mutilados y saqueados y quedaron extraídos el corazón del comandante Silva Cáceda y los genitales del teniente Villanueva”, cuenta Basadre). Como era previsible, la represalia fue feroz: el gobierno estrenó su aviación con los insurgentes, que tras la derrota fueron sometidos a una corte marcial que condenó a muerte a cuarenta y cuatro presentes (los fusilaron en el acto) y a cincuenta y tres ausentes; además se realizaron ante los muros de Chan Chan numerosas ejecuciones extrajudiciales (que hay quienes calculan en cientos y otros incluso en miles). Esta fue la más importante, pero no la única de las insurgencias del Apra, cuyo ciclo de rebeliones se cerró en octubre de 1948 con un nuevo levantamiento frustrado de la marinería del Callao.

En este recuento no es posible obviar aquellos crímenes políticos de gran repercusión como el intento de asesinato de Sánchez Cerro por parte de José Melgar (6 de mayo de 1932), la consumación de esta muerte por Abelardo Mendoza Leyva (30 de abril de 1933), el asesinato de los esposos Miró Quesada (propietarios del diario El Comercio), y el crimen perpetrado contra el director de La Prensa, Antonio Graña (1947). Todos estos hechos, atribuidos al partido aprista y negados por éste, dan cuenta de que la violencia política tiene vieja data.
En La tradición autoritaria, Alberto Flores Galindo hace un ilustrativo recuento de la manera cómo se ha ejercido la política en el Perú del siglo veinte: entre 1900 y 1968 hubo cincuenta y seis intentos golpistas. De ellos, diez fueron proyectados y ejecutados por civiles; los demás, por militares. Entre 1895 y 1980 hubo veintiocho gobernantes: quince civiles (cincuenta y cinco años de gobierno en total) y quince militares (treinta años). De los quince procesos electorales habidos entre 1895 y 1968, sólo seis merecerían llamarse medianamente democráticos; y únicamente siete de los gobernantes elegidos durante el siglo veinte (hasta 1980) culminaron su mandato.
Basadre habla de los tres militarismos en la historia de la república: el primero, que siguió a la Independencia; el segundo, posterior a la guerra con Chile; y el tercero, iniciado la década de 1930 con la crisis de dominación oligárquica, que se mantuvo (salvo paréntesis civiles), hasta el gobierno militar iniciado el 3 de octubre de 1968. A éstos habría que añadir el cuarto militarismo, que empezó a germinar a fines de 1982 y conquistó el poder el 5 de abril de 1992, con un carácter fundamentalmente contrainsurgente.

No hay que ser zahorí para darse cuenta de la manera privilegiada en que las clases dominantes han dirimido las diferencias entre sí y con las clases subalternas. Sin ser maoístas, asumieron que “el poder nace del fusil”. República sin ciudadanos, dice Flores Galindo siguiendo a Basadre, para referirse al sistema basado en el racismo y la exclusión, y que exudó violencia por todos sus poros. No hay conquista social que no haya sido regada con sangre: de la jornada de ocho horas a la reforma agraria, de la obtención de un lote de terreno al derecho de organización.

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A mediados del siglo veinte se produjo en el Perú una fractura radical que cambió sustancialmente el país en todos sus órdenes (económico-social, político y cultural). La conversión de un país rural en uno urbano, la invasión del mundo andino a los bastiones criollos, el desarrollo del capitalismo y la modernidad, todo lo cual sucedía en el contexto de un acelerado crecimiento demográfico, reconfiguraron la sociedad, establecieron nuevas relaciones productivas, crearon nuevas fuerzas sociales y llevaron a una inserción distinta y más dinámica en la economía mundial que vivía el ciclo expansivo más importante de su historia.
Las viejas instituciones oligárquicas no representaban ni recogían las aspiraciones de los nuevos actores sociales. Surgirían entonces dentro del estado (en las fuerzas armadas, por ejemplo) y fuera de éste, proyectos modernizadores. Las clases medias emergentes y en rápida expansión produjeron nuevos partidos políticos (Acción Popular, Democracia Cristiana) que cuestionaban el orden oligárquico y proponían reformas modernizantes.

Pero el proceso abierto era demasiado intenso y tumultuoso para que pudiera ser expresado y canalizado por los nacientes partidos democráticos. El Apra, fuerza de raigambre popular, había capitulado ante sus antiguos adversarios y no tenía posibilidades de representar y articularse a los nuevos movimientos sociales.
Se abrió así la posibilidad para el desarrollo de la izquierda marxista, tanto en su antigua versión comunista como en naciente “nueva izquierda” (es decir, la que surge al influjo de la revolución cubana). ¿Hasta qué punto esta izquierda llegó a representar a los nuevos sectores sociales? Es difícil decirlo, pero es indiscutible que sin el fermento de esta realidad en cambio, esta izquierda nunca hubiera salido de la marginalidad en la que estuvo constreñida por mucho tiempo.

Cierto que el discurso hiperclasista del marxismo posterior a Mariátegui no permitió a la izquierda socialista aprehender la singularidad del Perú ni que creara nexos consistentes con las poblaciones andinas. Sin embargo, las luchas populares requerían un liderazgo y éste, mal que bien, se lo proporcionaron gentes provenientes del marxismo, como fue el caso de Hugo Blanco para los campesinos de La Convención y Lares.

Fue el marxismo el instrumento de batalla ideológica —“instrumento de batalla” en el sentido estricto del término— que tuvo a la mano una generación de intelectuales y dirigentes populares radicales para enfrentar la dominación y el orden oligárquico caduco. Todas las versiones del pensamiento crítico de esos años están dominadas por el marxismo, en sus distintas vertientes, el cual era, además, un propulsor de compromiso político. Pero el marxismo tras la muerte de Stalin, la ruptura chino-soviética y la revolución cubana, era una hidra de muchas cabezas.

Así, el Partido Comunista, que durante tres décadas no pasó de ser un cenáculo de cuadros y activistas con precarios vínculos con ciertos gremios, desde fines de la década de 1950 empezó a salir de su ostracismo, de tal manera que la ruptura de 1964 entre prosoviéticos (“revisionistas”, en la jerga de la época) y prochinos (maoístas) no frenó la expansión de ambos grupos sino al contrario.

El PCP-Unidad, alineado con la Unión Soviética, asumió las tesis de la transición pacífica al socialismo que venían del XX Congreso del PCUS. Sus cuadros experimentados en luchas reivindicativas y los recursos provenientes de la “patria socialista” les permitieron ganar influencia en el reactivado movimiento sindical. Junto con otras fuerzas impulsarían la constitución de la Central General de Trabajadores del Perú (CGTP), de cuya dirección se apropiarían como su coto privado y su instrumento fundamental de influencia.

El PCP-Bandera Roja asumió las tesis maoístas de la guerra popular. Y si bien a través de Saturnino Paredes intentó desarrollar un activismo campesino - reconstituyendo la Confederación de Campesinos del Perú (CCP) -, prendió fundamentalmente en el movimiento estudiantil universitario, donde impulsó el Frente Estudiantil Revolucionario (FER) que en 1965 derrotaría al Apra en la Federación Universitaria de San Marcos (FUSM) y luego (en 1967) en la Federación de Estudiantes del Perú (FEP), en duros y violentos enfrentamientos.

Tras el fracaso (producto de la traición, al decir de Víctor Villanueva) del intento insurreccional del 3 de octubre de 1948, el Apra empezó a tener sucesivos desprendimientos por la izquierda, siendo el más importante de ellos el que encabezara Luis Felipe de la Puente Uceda, quien junto con otros jóvenes dirigentes del partido (como Carlos Malpica, Javier Valle Riestra, Luis Olivera y otros) formó el Apra Rebelde. La revolución cubana sería decisiva para que este núcleo de jóvenes políticos redefiniera los rumbos de la naciente organización, que pasó a denominarse Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), asumió la ideología marxista-leninista y un proyecto guerrillero que pondría en práctica en el año 1965.

En ese mismo año 1965, un grupo de jóvenes intelectuales socialistas y algunos políticos de diversas trayectorias constituyeron Vanguardia Revolucionaria. Fue un intento de sincretismo ideológico de varias corrientes marxistas cuyo proyecto pasaba por la “construcción de un mínimo de partido” previo al inicio de la lucha armada a fin de superar con ello las limitaciones del “foquismo guerrillero”.
El cuadro de los grupos que en la década de 1960 fueron los troncos de la ramificación posterior de la izquierda se completó con el Ejército de Liberación Nacional, organización guerrillera constituida en Cuba por Juan Pablo Chang, Héctor Béjar y jóvenes como Javier Heraud; y los grupos trotskistas como el FIR (Hugo Blanco) y el PROC (Ismael Frías).

Quien conozca las experiencias revolucionarias de otras latitudes no se sorprenderá de la proliferación de grupos que intentan transformar el mundo. Este es uno de los síntomas o señales que anuncian las tempestades.

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La expansión del sistema educativo a un ritmo veloz a partir de la década de 1960 es un fenómeno sociocultural de primer orden, entre otras razones por lo que señala Nelson Manrique en su Historia de la República: “[..] esta explosión educativa fue un elemento fundamental para catalizar las contradicciones no resueltas de la sociedad peruana”.

La educación ha sido una de las principales reivindicaciones democráticas de los pueblos del Perú. Su naturaleza ha sido, sin duda, contradictoria. Aprender a leer y escribir era, para las masas indígenas ágrafas, una manera de acceder a un mundo y defenderse de él, pero también era la plasmación de la ofensiva “civilizadora” de occidente. Mientras la modernización capitalista requería educar a la mano de obra para sus empresas, el estamentalismo y las rígidas jerarquías oligárquicas y gamonalistas temían los efectos democratizadores de la educación.

Pero fue el enorme crecimiento de la enseñanza superior (universidades y normales de educación) el acontecimiento que produjo las mayores consecuencias en el plano ideológico-político, vinculado al crecimiento acelerado de la izquierda socialista y la difusión masiva del marxismo en su versión vulgarizada. Refiriéndose a este asunto, Eric Hobsbawn apunta: “La consecuencia inmediata y directa fue la inevitable tensión entre esas masas estudiantiles, mayoritariamente de primera generación, que invadían las universidades, y unas instituciones que no estaban ni física ni organizativa ni intelectualmente preparadas para esta afluencia [...]Esta multitud de jóvenes, con sus profesores, que se contaban por millones, al menos por cientos del miles en todos los países, salvo en los pequeños o muy atrasados, cada vez más concentrados en grandes y aislados ‘campus’ o ‘ciudades universitarias’, eran un factor nuevo, tanto en la cultura como en la política” (Historia del siglo XX).
Y fue en los campus de las universidades donde se forjó la izquierda peruana, salvo el PCP-Unidad, y desde allí se expandió hacia los otros sectores populares en un proceso que tuvo varias rutas : 1) la vinculación directa del movimiento estudiantil con diversas luchas sociales; 2) por el desplazamiento de activistas estudiantiles que, abandonando sus estudios temporal o definitivamente, se insertaban en determinadas regiones u organizaciones populares; 3) por el rol cada vez más importante de miles y miles de jóvenes maestros egresados de universidades y escuelas normales, quienes esparcían por el país entero nuevas ideas y contribuían a la organización de las comunidades en las que se asentaban.

Así como suele asociarse a Sendero Luminoso con la Universidad de San Cristóbal de Huamanga, y particularmente a su facultad de educación, pueden establecerse los vínculos estrechos de los diversos grupos de la izquierda radical con las más importantes universidades peruanas. Patria Roja, el grupo históricamente más influyente en el movimiento estudiantil, tuvo bastiones en las universidades del Cuzco y de Arequipa, pero también en Trujillo y Lambayeque. En San Marcos su presencia fue significativa. Vanguardia Revolucionaria en su orígenes está ligada a la Universidad Nacional Agraria, expandiéndose a La Cantuta, San Marcos (en particular su facultad de medicina) y sobre todo en la Católica. El MIR logró algún predicamento en la Universidad Nacional de Ingeniería y en La Molina. San Marcos, la universidad más numerosa y de raigambre popular alimentó a todas las tiendas de la izquierda nacional, dando cobijo incluso a un grupo maoísta particularmente dogmático y circunscrito al activismo estudiantil llamado FER-Antifascista, que fue una corriente influyente y en más de una oportunidad llegó a hacerse de la Presidencia de la FUSM.

Hay quienes sostienen que esta radicalización del movimiento estudiantil está vinculada al hecho de que su acceso a la educación superior abría expectativas que la sociedad frustraba. Esto es parcialmente cierto, como lo evidencia el hecho de que nunca las frustraciones de los estudiantes han sido mayores que en estos tiempos de despolitización de las universidades.

Lo que existió en estas décadas (de 1960 a 1980) fue la crisis ideológica y la ausencia de liderazgo intelectual y moral de las clases dominantes, una crisis que el reformismo militar agudizó, creando las grietas por las que desbordaría la radicalización de gruesos contingentes estudiantiles, que establecieron lazos más o menos firmes con otros movimientos sociales en ebullición .

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Una mención aparte merece la experiencia del MIR, tanto porque fue el más importante proceso de lucha armada anterior a la que se produciría en la década de 1980 como porque allí se sitúan las raíces políticas de la mayoría de miembros de la dirección del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).

En su libro Crítica de las armas, Regis Debray califica la guerrilla del MIR de 1965 de manera lapidaria: “el mayor fracaso de América Latina”. Iniciada el 9 de junio de 1965, para enero de 1966 ya no había rastro de estructura militar y los principales líderes habían sido aniquilados. El único frente que emprendió operaciones militares fue el central, dirigido por Guillermo Lobatón Milla.

Varios años de preparativos, decenas de militantes entrenados en el extranjero, armas y pertrechos laboriosamente conseguidos, todo se desbarató en unos cuantos meses. ¿Qué pasó? Muchas evaluaciones se han hecho al respecto, pero creo que hay básicamente tres factores que influirían en ello: el haber iniciado las acciones en el campo, cuando el movimiento campesino había decaído y el centro del conflicto social pasaba a las ciudades; la izquierda se encontraba en las fases iniciales de su ciclo expansivo; y la excesiva dependencia del apoyo internacional para resolver los problemas de economía, logística y formación de cuadros.

No obstante, las repercusiones de esta guerrilla más bien efímera fueron mucho mayores de lo que parecería a primera vista, y esto en diversos planos.
En las fuerzas armadas peruanas fortaleció la convicción de que eran urgentes reformas estructurales drásticas que impidieran que el siguiente brote subversivo pudiera encontrar un terreno favorable. Esta fue una de las fuentes nutricias del proyecto velasquista.

En los otros grupos de la izquierda suscitó discusiones y precipitó rupturas: algunos jóvenes del Comité Regional Ayacuchano del PCP-Bandera Roja romperían con su partido para integrarse al MIR; el PROC de Ismael Frías plantearía también su integración; dos años más tarde, Bandera Roja tendría una escisión que, con el lema “El poder nace del fusil”, dio origen a Patria Roja.

En los intelectuales progresistas de la época produjo sentimientos de solidaridad, como los expresados en la carta abierta que suscribieron en París personajes como Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro y Hugo Neira.

Los sobrevivientes de la derrota pudieron reagruparse, pero la definición de los rumbos a seguir precipitó la ruptura entre quienes querían reeditar la experiencia del 65 y quienes asumieron las tesis maoístas. Esta fue la primera escisión de la prolífica ramificación de pocos años después.

Esta guerrilla precaria y tempranamente derrotada se convirtió en un mito. Era la plasmación de la consecuencia y la coherencia entre la teoría y la práctica, una excepción (salvo el aún más precario ELN). Y aunque quienes entramos a la militancia política en una de las facciones del MIR a comienzos de la década de 1970 no tocamos un arma hasta muchos años más tarde, nos alimentamos de la mística guerrillera; nos formamos en los ritos de la clandestinidad y asumimos el discurso ideológico estrategista y maximalista. De este modo, durante un largo periodo hubo una suerte de esquizofrenia, de doble personalidad, en la cual se yuxtaponían nuestros cotidianos esfuerzos de organización popular, de difusión de las ideas socialistas, con un discurso que no correspondía con lo que hacíamos, salvo en un punto: llevar cada conflicto social a la máxima confrontación posible.

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La irrupción del velasquismo en octubre de 1968 y la puesta en marcha de su proyecto reformista no sólo fue el puntillazo final al viejo orden oligárquico sino también la apertura definitiva de las compuertas del desborde social. Mientras por un lado exacerbó la conciencia popular sobre sus derechos y estimuló su proceso de organización, por otro lado, al agotarse el programa de reformas y sobrevenir la crisis económica, no hubo forma de satisfacer las expectativas desencadenadas, produciendo la frustración y el desencanto que llevarían a la efervescencia popular, sobre todo la segunda mitad de la década de 1970.

Pero hubo algo más: la idea de la revolución quedó legitimada en la conciencia colectiva, convirtiéndose en territorio de disputa; no estaba ya en discusión si la revolución era necesaria sino su naturaleza y sus alcances. Los ideólogos del régimen (una amalgama de socialcristianos, ex apristas, libertarios, social progresistas y hasta marxistas) proponían un “socialismo participativo” como proyecto estratégico, cuyos primeros pasos eran la afirmación nacionalista, la expansión del capitalismo de estado y el desarrollo de diversas formas de propiedad asociativa y participación de los trabajadores en la cogestión de las empresas. Visto en retrospectiva, no me parece una propuesta tan descaminada; pero la voluntad de imponerla desde arriba, manu militari, provocó desconfianza y resistencia entre quienes propugnábamos la rebelión popular desde abajo.

El reformismo militar fue un desafío para la izquierda marxista, pues su programa nacionalista y antioligárquico recogía banderas que ésta había enarbolado por largo tiempo. De este modo, la caracterización del régimen pasó a ser un aspecto crucial de la identidad y la línea política de los distintos grupos de la cada vez más fragmentada izquierda.

Hubo quienes, como el PCP-Unidad, caracterizaron al gobierno militar como revolucionario, la primera etapa de un proceso que conduciría al socialismo y que, por lo tanto, había que apoyar y hacer avanzar.

Otros caracterizaron al régimen como reformista-burgués, con contradicciones secundarias con el imperialismo, y, por lo tanto, proponían una táctica ambigua de unidad y lucha. Esta era, posiblemente, la manera más inteligente de afrontar el proceso, pero la dinámica de los acontecimientos y la polarización la condenó a la irrelevancia.

Para la izquierda radical se trataba simplemente de un régimen reaccionario ¿bonapartista, fascista, etc.) en bloque y sin fisuras; por lo tanto, la política no podía ser otra que la confrontación beligerante. Si hubo quienes se enfrentaron al velasquismo, fueron precisamente la miríada de grupos de la extrema izquierda peruana y quienes tuvieron el crecimiento más dinámico, a pesar de su fragmentación orgánica y miscelánea ideológica. Y conforme la crisis social, económica y política se profundizó, este crecimiento se potenció, extendiéndose a todos los sectores y las regiones del país. La lucha contra la dictadura simplificó la política y la polarizó, no dejando espacio para los matices.

Hay otros dos hechos relevantes derivados de la política del velasquismo, y que influirían en el curso de los acontecimientos: primero, que el afán del régimen por crear una base social propia, y la resistencia que opuso la izquierda a estos propósitos, generó un proceso intenso de organización y movilización popular, el más importante de la historia republicana; y segundo, que la apertura de relaciones con los países socialistas permitió la difusión sin precedentes de todo tipo de literatura marxista a precios ínfimos, pero también otras editoriales latinoamericanas (Siglo XXI, Era, Pasado y Presente, etc.) permitieron el acceso a textos que, por problemas de traducción o por ser antiguas obras clásicas del pensamiento socialista, no habían tenido mayor difusión en el Perú. Todo lo cual fue el alimento espiritual de una generación ávida de una teoría revolucionaria que iluminara la acción revolucionaria.

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Desde fines de la década de 1950, como parte del proceso general de cambios que se producían en el país, se desplegó un intenso y creciente movimiento social popular, cuyos picos más altos se alcanzaron en la década de 1970.

El punto de partida fue el campo, donde la lucha por la tierra remeció los Andes peruanos, quebrando el poder gamonal y abriendo el camino a la reforma agraria de 1969. Luego el centro de gravedad se trasladó a las ciudades, donde el sindicalismo se reactivó y adquirió un perfil más autónomo y militante.

Uno tras otro cayeron los bastiones apristas, asumiendo la conducción de estos gremios los movimientos socialistas: maestros, bancarios, mineros, y así sucesivamente. Se construía un nuevo liderazgo sindical que desembocó en la formación de la CGTP. Esta central sindical fue rápidamente reconocida por el gobierno militar, interesado en debilitar a la CTP aprista.

El PCP-Unidad, más avezado en esas lides, se hizo del control de la CGTP y la convirtió en su principal instrumento de presencia pública. Su rol fue ambiguo: por un lado favorecía la organización de los trabajadores y sus luchas reivindicativas, pero su respaldo al gobierno los llevaba a mediatizar los conflictos. De este modo, pronto se vieron rebasados por los sectores más radicalizados y combativos, que se convirtieron en sus peores adversarios: “Apra, ultra, CIA, la misma porquería” era el lema de batalla de la “guardia obrera”, mientras la emprendían a palos contra quienes osaban desafiarlos en las plazas o las asambleas sindicales.

El desborde empezó por los mineros y el magisterio, y el año clave fue 1971. La huelga de la Federación de Mineros de la Cerro de Pasco Co. Co. fue rotunda y cruenta, pues debió enfrentar una fuerte represión y cuya secuela fue la muerte de varios trabajadores, entre ellos el líder minero Pablo Inza. La huelga magisterial, el otro gran acontecimiento, sacudió todos los rincones del país como no lo había hecho movimiento social alguno; y si bien no obtuvieron mayores logros reivindicativos, sirvió para el surgimiento de una nueva y gravitante organización popular: el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación del Perú (SUTEP). Se constituyó así una nueva corriente en el sindicalismo peruano, que se llamó genéricamente clasismo (por su disposición combativa y su fundamentación en la lucha irreconciliable de clases).

El conflicto entre la línea moderada y conciliadora del PCP-Unidad y la CGTP por ellos controlada, y la corriente sindical clasista en la que convergía toda una gama de grupos radicales, marcó la lucha ideológica en el movimiento sindical.
Pero también en el campo se avivaba la movilización popular, estimulada por la reforma agraria. En Piura, Lima, Andahuaylas, Cuzco, etc., los sectores más pobres del campesinado iban más allá de los límites impuestos por la ley buscando recuperar sus tierras y fortalecer sus comunidades. Esto permitió la reconstitución de la Confederación Campesina del Perú (CCP), cuya hegemonía la obtuvo Vanguardia Revolucionaria. Y aunque VR era parte de la izquierda radical, fue calificada de “reformista” en el congreso de la CCP realizado en el Cuzco (1977), pues a juicio de algunos (el Partido Comunista Revolucionario), el programa de la organización campesina (cuyo punto principal era “Por la tierra y el poder”) no era suficientemente radical ya que debía incluir “la guerra popular”.

En los barrios igualmente se desarrollaba la organización y la lucha reivindicativa., favorecida por la tarea emprendida por el Sistema Nacional de Movilización Social (Sinamos) de constituir comités vecinales. Pero en este caso, como sucedería con las comunidades industriales y más adelante con la Confederación Nacional Agraria (CNA), el Sinamos hizo el juego de “nadie sabe para quién trabaja” pues las organizaciones que contribuyó a formar escaparían a su control.
Durante la segunda mitad de la década de 1970 adquirieron relevancia las movilizaciones regionales y surgieron los frentes de defensa. Estos expresaban no sólo un punto de convergencia de diversos sectores populares y sus reivindicaciones eran, por lo tanto, plurales, expresando una aspiración democrática y descentralista. Era una de las iniciativas y exploraciones que venían de abajo, como las rondas campesinas. Para la izquierda radical estas eran manifestaciones potenciales de un nuevo poder en gestación, embriones de una democracia directa. Sin embargo, pese a su papel destacado en importantes luchas populares, los frentes de defensa no trascendieron su carácter reivindicativo, y su existencia era episódica, vinculada a la agudización de determinados conflictos.

Este movimiento social producto líderes gremiales de mucha fibra y calidad, como Horacio Zeballos, Andrés Luna Vargas, Víctor Cuadros, Jesús Riveros, Ronald Gibbons y otros muchos. Toda una generación como no hubo antes ni la habría después. Ellos fueron, pues, el blanco principal de la contraofensiva patronal-gubernamental a partir de julio de 1977 (en que fueron despedidos cerca de 5 mil dirigentes sindicales de todo el país) en que se propusieron —y consiguieron— quebrar la vanguardia sindical, como un primer paso hacia la imposición de nuevas condiciones de explotación y la liquidación de conquistas laborales (siendo la estabilidad la primera de estas). El mayor logro de estos años, el paro nacional del 19 de julio de 1977, que forzó la retirada de las fuerzas armadas del gobierno del país, fue, paradójicamente, el principio del fin de la vanguardia sindical clasista.
Pero la represión fue más allá de los meros despidos. Muchos trabajadores completaron su ciclo de aprendizaje en las cárceles y hasta en el exilio. Hubo también luchas que dejaron su cuota de sangre obrera, como en Cobriza, Siderperú y Cromotex. Refiriéndose a esta última (que culminara con seis obreros y un capitán de la policía muertos, decenas de heridos y medio centenar de encarcelados), Alberto Flores Galindo afirma: “en todo caso, Cromotex fue uno de los muchos prólogos de la ocupación de Chuschi por una columna senderista” (La tradición autoritaria). Esto no es exacto. Cromotex no fue el prólogo de Sendero Luminoso, pero sí lo fue, en cambio, del MRTA, y por más de una razón.

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“A toda idea nueva, Mahound, se le hacen dos preguntas. La primera, cuando es todavía débil: ¿QUÉ CLASE DE IDEA ERES TÚ? ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres del tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes de doblegarse al viento? ¿La clase de idea que casi indefectiblemente, noventa y nueve veces de cada cien, queda triturada; pero a la que hace cien te cambia el mundo?
¿Cuál es la segunda pregunta?, preguntó Gibreel en voz alta”. “Antes contesta la primera”.
Salman Rushdie, Los versos satánicos

Las relaciones complejas entre la izquierda y el movimiento popular están enmarcadas en lo que he llamado “el espíritu de la época”, esto es, un horizonte ideológico y cultural más amplio, que estaba constituido por cuatro aspectos centrales: 1) la certeza de la proximidad de la revolución socialista mundial; 2) una visión crítica de la historia del Perú y sus clases dirigentes, planteada desde la esperanza; 3) un esfuerzo de revaloración de lo andino popular en el universo de la cultura peruana; y 4) una concepción bipolar y confrontacional de las relaciones sociales, lo que se llamó “clasismo” y que quizá con más propiedad el sociólogo Gonzalo Portocarrero denomina idea crítica (“se propaga asociada con un culto a la lucha y a la combatividad, una desconfianza hacia el diálogo y una presteza para tomar medidas de fuerza”).

Hoy, tras el derrumbe de la URSS y el “campo socialista”, la inminencia de la revolución mundial aparece francamente descabellada, pero fue la premisa y la profesión de fe de los marxista-leninistas de todos los pelajes hasta avanzada la década de 1980. Dos acontecimientos nos hicieron presagiarla: la profunda crisis del capitalismo desencadenada en 1973 a partir del alza de los precios del petróleo; y el desarrollo de lo que Hobsbawn llama la tercera ronda de convulsiones del siglo veinte, cuyo acontecimiento principal fue la victoria vietnamita en 1975 (y que incluyen la “revolución de los claveles” en Portugal, la descolonización africana, la insurrección de los ayatolas en Irán y la revolución sandinista en Nicaragua).
Ahora sabemos que aquella crisis del capitalismo fue la que preparó el camino a su reestructuración y el desarrollo de la formidable revolución científico-tecnológica que condujo a la sociedad de la información. Asimismo, podemos apreciar lo limitado del empuje de estas revoluciones populares en la periferia capitalista y su pronto agotamiento. Y claro, siempre será más fácil ser historiador que profeta.
La esperanza de la revolución social tenía asimismo sus raíces nacionales. La anunciaba una abundante literatura de denuncia de la injusticia, tanto en la vertiente indigenista como en la naciente literatura urbana. También estaba presente en la creciente influencia del marxismo entre los intelectuales (“El mito de la ayuda exterior”, de Carlos Malpica, tuvo una repercusión que hoy se ha perdido de vista). Pero sobre todo se manifestó en el crecimiento inmenso de la figura de José Carlos Mariátegui, cuya obra alcanzó una difusión sin precedentes, mientras otros personajes empequeñecían.

Como todo pensador original, Mariátegui era susceptible de múltiples lecturas, por lo que su obra sirvió para nutrir todos los discursos ideológicos (de la ortodoxia comunista al senderismo, pasando por el trotskismo y la socialdemocracia). A nuestra generación el marxismo le llegó en recetarios ideológicos preestablecidos, por lo tanto, si éramos trotskistas la revolución tenía que ser “permanente”, y para los maoístas se trataba de la “guerra popular del campo a la ciudad” y los guevaristas propugnábamos la “guerra de guerrillas”. Era desde la ideología que asumíamos una postura frente a la realidad y había que mutilar o acomodar aquellos elementos de la vida que no encajaban en nuestras ideas. Es por ello que no quedó nada digno de recuerdo de la abundantísima literatura política de esos años. Y es también por ello que fueron los intelectuales los primeros en abandonar una militancia partidaria que esterilizaba el pensamiento. Había la urgencia de la acción y, por lo tanto, la necesidad de certezas.

De todas las corrientes ideológicas fue el maoísmo el que logró expandirse con mayor profusión en las juventudes estudiantiles de fines de la década de 1960 y la de 1970. Esto hace del Perú un caso atípico en América Latina, pues en ninguna otra parte logró calar con sus fórmulas sentenciosas y simplificaciones filosóficas con vocación totalizadora. Es probable que esto tenga que ver con las características de un país recientemente urbanizado con aluvionales masas de migrantes andinos, que fueron la clientela básica de estas corrientes maoístas. Aunque habría que añadir que el maoísmo influyó también en organizaciones como Vanguardia Revolucionaria y el Partido Comunista Revolucionario, que nada tenían de migrantes andinos, pero aquí llegó en la elaboración más sofisticada de la izquierda italiana o francesa.
No es posible dejar de mencionar la importancia que tuvo en el proceso de radicalización de los jóvenes de clase media —en especial limeños— de raíces católicas, la llamada “Teología de la liberación”. Esta corriente proponía la identificación con los pobres y el compromiso político, e iba más lejos que el tímido socialcristianismo confesional. Así, entre fines de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, un numeroso contingente de jóvenes laicos e incluso religiosos entró a militancia política en la izquierda radical. Si se rastrea en la historia de los movimientos guerrilleros de América Latina —sobre todo en Centroamérica—, ahí está la presencia de innumerables émulos del sacerdote colombiano Camilo Torres.

Pero la apuesta por la transformación social no se circunscribió a lo político; fue toda una cultura, una visión del mundo que se nutrió de muchas fuentes: de Serrat a la nueva trova cubana, del folclore latinoamericano a las tropas de sicuris, de un Vallejo redivivo a los poetas obreros del grupo Primero de Mayo, de “Te recuerdo Amanda” de Víctor Jara a “Flor de Retama” de Ricardo Dolorier (que no ven vano dice que “La sangre del pueblo tiene/ rico perfume./ Huele a jazmines, violetas/ geranios y margaritas./ A pólvora y dinamita”).

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“La revolución no es una idílica apoteosis de ángeles del renacimiento, sino la tremenda y dolorosa batalla de una clase por crear un orden nuevo. Ninguna revolución, ni la del cristianismo, ni la de la Reforma, ni la de la burguesía se han cumplido sin tragedia. La revolución socialista que mueve a los hombres sin promesas ultraterrenas, que solicita de ellos una tremenda e incondicional entrega, no puede ser una excepción en esta inexorable ley de la historia. No se ha inventado aún la revolución anestésica, paradisíaca, y es necesario afirmar que no será jamás posible, porque el hombre no alcanzará la cima de su nueva creación sino a través de un esfuerzo difícil y penoso, en el que el dolor y la alegría se igualarán en intensidad”.
J. C. Mariátegui, Preludio de elogio de “El cemento” y el realismo proletario”


¿Puede alguien albergar la menor duda de que esta tesis mariateguista constituyó la quintaesencia de la “nueva izquierda”? La violencia revolucionaria (en sus diversas formas), la conquista del poder y la construcción de un nuevo estado democrático y popular —sobre los escombros del anterior—, eran los lugares comunes de las propuestas programáticas de aquellos años. Por ello, es absolutamente pertinente la observación de Nelson Manrique (en la introducción a El tiempo del miedo), de que lo que hay que preguntarse no es tanto por qué Sendero Luminoso y el MRTA iniciaron la lucha armada, sino sobre aquello que llevó al resto de la izquierda radical a desistir de la misma, cuando la habían proclamado en todos los tonos durante más de una década. Y en esta afirmación no hay un juicio de valor, pues a la luz de los resultados, fueron más sensatos y anduvieron menos equivocados. Lo que me interesa establecer es que la nuestra no fue una determinación insólita de seres alucinados, una suerte de trueno en cielo sereno, sino que llevamos hasta sus últimas consecuencias un discurso compartido.

Hobsbawn diferencia la concepción de los socialistas de la etapa previa a la primera guerra mundial, quienes desarrollaban un pacifismo activo de oposición a la guerra imperialista (“Paz, pan y tierra” fueron las banderas que llevaron a los bolcheviques al poder), de las concepciones predominantes al finalizar la segunda guerra mundial, marcadas por la experiencia de la resistencia armada que partisanos y guerrilleros comunistas desarrollaron contra nazis, fascistas y japoneses, desde Europa hasta China. La antigua concepción de una violencia más bien defensiva dejó paso a un espíritu ofensivo y belicista. Revolución se convirtió en sinónimo de guerrilla, sobre todo después de la revolución cubana.

Expresada en los escritos de Mao y el Che, esta orientación parecía ajustarse a las realidades del tercer mundo, y particularmente de América Latina y el Perú, con importantes poblaciones rurales. Y la izquierda radical asumió estas premisas estratégicas integrándolas en su discurso, que no quedó en la mera teoría. Así entre fines de la década de 1960 y la de 1980 se hicieron distintos esfuerzos para dar vida a movimientos armados. Proyectos que si bien quedaron truncos o abortaron, dan la idea de lo que se fundía en ese magma complejo y diverso de la atomizada izquierda de esos años. Sin pretender agotarlos, reseño aquellos hechos que puedo traer a la memoria, (las fechas son aproximadas, a cargo de verificar):

1) En 1969, son desarticuladas las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL), un grupo de cuadros maoístas que, encabezados por Omar Benavides Caldas (Chingolo) se encontraba en plenos preparativos para la lucha armada.
2) En 1971 Vanguardia Revolucionaria Político Militar, una escisión del aparato militar de VR, es diezmado luego de varias incursiones armadas. Mueren algunos de sus principales cuadros (Pedro Javier Torres Sánchez y Walter Beizaga, ex estudiantes de La Molina) y otros son encarcelados.
3) En junio de 1975 muere en combate Darío Benavides Loayza (también “molinero”) quien como militante del MIR-Voz Rebelde fuera destacado a participar en la experiencia del PRT-ERP argentino, con la finalidad de retransmitirla en el Perú.
4) En 1976 es demantelado el intento de una fracción del MIR por establecer en la zona de Jaén (Cajamarca) un campamento guerrillero. Es detenida la familia Espárraga Cumbia y se incauta armamento. Pero la mayoría de implicados logra fugar.
5) En 1977 la policía desarticula el Ejército Popular Peruano (EPP), incauta armas y captura a Jacqueline Elau de Lobatón (viuda de Guillermo Lobatón), Alberto Ruiz Eldredge (hijo de un connotado jurista y asesor del gobierno militar), Justo Arizapana y Raimundo Sanabria. Los dos primeros fueron deportados a Francia y los dos últimos encarcelados. Sanabria fugó del penal del Sepa y murió años más tarde en las filas de Sendero Luminoso.

Sin duda no están todos los proyectos, la mayoría de los cuales quedaron en el papel, enredados en arduas polémicas e irresoluciones. Por lo tanto, que en 1980 apareciera un nuevo intento de insurgencia no debería llamar la atención, pues era improbable que los densos nubarrones formados en casi dos décadas de dogmatismo ideológico y radicalidad política pudieran reabsorberse íntegramente en el nuevo contexto de legalidad democrática que se estableció tras la retirada de los militares.

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Yo pisaré las calles nuevamente
De lo que fue Santiago ensangrentada
Y en una hermosa plaza liberada
Me detendré a llorar por los ausentes
Pablo Milanés


Si en América Latina la década de 1960 estuvo marcada por los movimientos guerrilleros que siguieron a la revolución cubana, cuyo momento crucial fue la muerte del Che en 1967, la primera mitad de la década de 1970 tuvo como principal episodio la victoria electoral de la Unidad Popular chilena y el posterior golpe de estado que derribó a Salvador Allende el 11 de setiembre de 1973.

Los tres años de gobierno socialista produjeron una honda repercusión en todo el continente pues era un ensayo inédito de transición pacífica al socialismo, lo cual generó expectativas y escepticismos, pero sobre todo la furiosa reacción del imperialismo norteamericano que no podía tolerar otra insubordinación en su patio trasero, y de las clases dominantes chilenas, que desde el primer día movilizaron todos sus esfuerzos para sabotear y destruir el experimento popular. Chile bajo la Unidad Popular fue todo un laboratorio social, un foco de irradiación cultural y escenario de un intenso y apasionado debate intelectual y político que trascendió sus fronteras. A través de la revista Punto Final muchos de nosotros seguimos el proceso chileno y tomamos partido por el MIR de Miguel Enríquez que desde fuera de la UP propugnaba la construcción de un poder popular desde abajo.

El golpe militar de Augusto Pinochet fue la “crónica de una muerte anunciada”. Desde el mismo día del triunfo electoral, Estados Unidos y la derecha chilena empezaron a preparar las condiciones del golpe y sobre esto actualmente hay evidencias de sobra. A escala mundial se desplegó el mayor movimiento de solidaridad desde la guerra civil española. Pero también se realizaban las evaluaciones sobre lo que había llevado a la derrota. Mientras que para los comunistas la causa del golpe era la provocación de la ultraizquierda (MIR), para los sectores revolucionarios el problema central había estado en la irresolución del gobierno de la Unidad Popular para apoyar y respaldar la movilización y organización de los trabajadores y construir con ellos un poder alternativo.

Para nosotros, desde el Perú, dos cosas quedaban claras: que para el imperialismo y la burguesía la democracia era algo instrumental a lo que renunciaban fácilmente cuando sentían —con razón o sin ella— que sus intereses estaban amenazados; que la transición pacífica era una ilusión cuyos costos sociales estaban a la vista (muertos, torturados, desaparecidos y exiliados, además de la destrucción de las libertades y los derechos políticos y laborales).

Por cierto que los movimientos guerrilleros no habían corrido mejor suerte: a las derrotas de los años sesenta se sumaban las derrotas de los setenta (los tupamaros en Uruguay; el PRT-ERP y los montoneros en Argentina). Sin embargo los lentes de la ideología sólo permiten ver aquello que calza con los planteamientos doctrinarios. Hubo que esperar hasta 1979 para que la revolución popular sandinista insuflara nueva vitalidad a nuestras ideas sobre la lucha armada.

Sin embargo, hacia mediados de la década de 1970 la oscuridad de las dictaduras prevalecía en el Cono Sur de América Latina, cada una más sanguinaria que la otra. Una de las consecuencias fue la marejada de exiliados de distintas procedencias nacionales y variadas ideologías que se esparcieron por el mundo, y también, evidentemente, en el Perú. Montoneros argentinos, miristas chilenos y tupamaros uruguayos trajeron consigo su importante experiencia, su tragedia humana, pero también su voluntad de resistencia.

Hubo entonces un trasiego clandestino de hombres, ideas y armas que involucró a muchos peruanos que de esta forma expresábamos nuestra solidaridad. Era incitante y seductor vincularse con quienes habían compartido jornadas de lucha con hombres legendarios como Raúl Sendic, Mario Roberto Santucho o Miguel Enríquez. Sentíamos que estábamos poniendo las primeras piedras en un proyecto de revolución continental que recogíamos de Bolívar y el Che.

Y si algo nos acercó a quienes convergimos después en el MRTA fue precisamente este vínculo ideológico, afectivo y humano con lo que llamábamos movimiento revolucionario latinoamericano.

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“Los acontecimientos históricos siempre son considerados en un ángulo falso cuando se les juzga desde el cómodo punto de vista de la posteridad, la cual, al mismo tiempo, ve los resultados; posteriormente es demasiado fácil llamar insensato a un vencido porque se arriesgó a un combate peligroso”.
Stephan Zweig, María Estuardo.


Un proyecto revolucionario no es el producto de ciertas condiciones objetivas (pobreza, injusticia, exclusiones y frustraciones) sino también, y de manera crucial, la plasmación de una voluntad. Y esta voluntad se forja en el conjunto de circunstancias que marcan la biografía de individuos particulares, en el desarrollo de ciertas ideas que se convierten en el horizonte ideológico de determinado periodo, y los acontecimientos históricos concretos que trazan los derroteros de una generación.

Sin embargo, no basta la voluntad para “incendiar una pradera”. Los guerrilleros del MIR en 1965 apenas sobrevivieron un semestre, y los intentos posteriores fueron aún más precarios y limitados.

En la década de 1980, por el contrario, las voluntades políticas que pusieron en práctica la lucha armada lograron una expansión considerable, al punto que se las percibió, con razón o sin ella, como una amenaza real al poder vigente (como sucedió con los especialistas de la Rand Corporación)

¿Qué explica estos resultados disímiles? Sin duda las dos décadas de luchas sociales previas y el fermento de la radicalidad político-ideológica de la izquierda; pero hay otros tres factores que actuarían como material inflamable: la frustración que acompañó el retorno al poder de los viejos partidos políticos que demostraron lo poco que habían aprendido en el largo periodo de doce años; el vacío de poder existente en vastos sectores rurales, especialmente tras el quiebre del poder gamonal-terrateniente; y finalmente, nada alimentó tanto la espiral de la violencia política como la prolongada crisis económica que acompañó a la transición democrática, cuyo meollo estuviera en la imposición de políticas de ajuste económico para el pago de la deuda externa. La década de 1980 “se perdió” no sólo en el Perú sino en todo el continente latinoamericano.

Pero fue recién tras la determinación de los militares de replegarse a los cuarteles (1977) y la convocatoria a una Asamblea Constituyente, que se le plantearía a la izquierda radical la urgencia de pasar de la prédica ideológica a la acción política, pasar del impulso al movimiento social a la formulación de proyectos estratégicos. Entonces se nos presentaron las disyuntivas y encrucijadas individuales y colectivas: ¿hay que participar o no en el proceso electoral? En caso de no participar, ¿qué hacer? Y si se definía la participación, ¿cómo y con quiénes? ¿Hasta qué punto debíamos dejar la ilegalidad para asumir los desafíos de la legalidad?

Estos y otros interrogantes y dilemas produjeron conflictos no sólo entre organizaciones sino también al interior de éstas. Los mismos individuos empezaron a reevaluar el curso de sus vidas y sus compromisos políticos, entre otras razones porque los jóvenes estaban empezando a dejar de serlo. Las exigencias de la clandestinidad resultaban para muchos demasiado asfixiantes para su realización personal (profesional, afectiva, etc.), además de ineficientes para los requerimientos de la nueva etapa, en la cual la política se ejercía a través de la tribuna pública y los medios de comunicación. Otros, en cambio, sentíamos desconfianza frente a un proceso que desbordaba nuestras experiencias de ilegalidad, espíritu de círculo y abnegado activismo en “las bases”.

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Nuestra generación hizo su primer aprendizaje político bajo un gobierno militar, cuando los escenarios públicos estaban cerrados y los medios de comunicación mantenían sus raigambres oligárquicas. Pequeños aunque dinámicos grupos de activistas clandestinos, entregados a un arduo esfuerzo de organización popular o impulso de su acción directa. Esto, sumado al radicalismo ideológico, alimentaba una profunda desconfianza a la democracia, que se tipificaba de burguesa y se la consideraba como una vulgar modalidad de dominación. La simplificación ideológica conducía a la simplificación política.

Era inevitable, por tanto, que la táctica electoral polarizara a la izquierda radical en dos corrientes definidas; quienes rechazaban de plano la participación en la Asamblea Constituyente (sobre todo Patria Roja y Sendero Luminoso), y quienes propiciábamos el uso táctico de las elecciones y la tribuna parlamentaria, donde se ubicó el resto de la fragmentada izquierda.

La necesidad de intervenir en las elecciones produjo las primeras aproximaciones y reagrupamientos de los sectores radicales, revirtiendo la anterior tendencia a la atomización. Resurgió entonces el Focep y fue creada la Unidad Democrática Popular (UDP).
Los resultados de los comicios para la Asamblea Constituyente inclinaron el péndulo hacia la izquierda más radical. Las cuatro listas (PCP-Unidad, PSR, UDP y Focep) lograron casi un cuarto de los votos, lo cual era apreciable, además, por la carencia de recursos, la inexperiencia y la actitud vergonzante con que fue asumida la campaña. La sorpresa fue Hugo Blanco, quien con un planteo intransigente (“sin patrones ni generales”) y una leyenda de guerrillero a sus espaldas, obtuvo la preferencia de los votos a pesar de su minúscula organización trotskista.
Entre tanto, el gobierno militar pasaba sus últimos meses enfrentando una situación convulsa, en la cual las movilizaciones y luchas populares (especialmente por la reposición de los despedidos) y las huelgas de hambre (de trabajadores, de políticos y periodistas) se sucedían una tras otra.

Pero el suceso más sorprendente, tras la instalación de la Constituyente, fue la decisión de Patria Roja de abandonar el campo abstencionista, y con otras dos pequeñas agrupaciones (VR-PC y MIR-Perú), formar el Unir. De este modo, Sendero Luminoso quedaría solitario en la posición recalcitrante antielectoral. (Hay quienes han visto en este aislamiento la razón de su paso a la lucha armada, una suerte de huida hacia delante. No lo creo; es su proyecto lo que los aísla y no al revés. Sin embargo, es definitivamente cierto que la polémica ideológica y la sensación de marchar contra la corriente los endureció y los presionó a pasar a los hechos.)
Y conforme se acercaban las elecciones generales de 1980, entre las fuerzas de la izquierda se jugaba un complicado ajedrez que debía conducir a una candidatura unitaria de los sectores radicales (UDP, Focep, Unir, trostkistas), pues el PCP-Unidad y el PSR tenían como candidato al general Leonidas Rodríguez. Hugo Blanco y Alfonso Barrantes eran las opciones para la candidatura presidencial, cada cual con sus adherentes y sus detractores, con sus pros y sus contras.

El resultado fue la constitución de la Alianza Revolucionaria de Izquierda (ARI), tras la candidatura de Hugo Blanco. Era un precario equilibrio, una alianza parida con fórceps, en la cual el trostkismo, que se sentía dueño de los votos, había impuesto condiciones leoninas. Y pese a ello decidieron romper, en una noche en la cual acabaron muchas inocencias. Como suele suceder, la historia dejó en manos de gentes pequeñas enormes posibilidades.

Si hay un momento de inflexión, una circunstancia que frustra inmensas esperanzas colectivas, fue precisamente éste. Así, aquellos intelectuales que desde la revista Amauta habían sido los más entusiastas propulsores de la candidatura de Blanco, empezaron el viraje que los conduciría a la democracia liberal; nosotros, en cambio, emprendimos un camino exactamente inverso, el que nos llevaría hacia el MRTA. Claro está que el proceso se produjo por etapas, de manera zigzagueante, con marchas y contramarchas.

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“Los simples, Adso, no pueden escoger simplemente su herejía: se aferran al que predica en su tierra, al que pasa por la aldea o por la plaza. Es con eso con que juegan sus enemigos”.
Umberto Eco, El nombre de la rosa


Paralelamente al proceso anterior, y en una dinámica exactamente inversa, maduraba otro proyecto no sólo distinto sino absolutamente contrapuesto: el del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL).

Y si sus primeras acciones fueron más bien pedestres (como quemar ánforas en un pueblito ayacuchano e incendiar el desguarnecido municipio de San Martín de Porres) y hasta pintorescas (colgar perros de los postes con letreros que decían “Deng Xiaoping hijo de perra”), pronto se hizo evidente que se estaba frente a una firme voluntad política, con gran cohesión y convicción ideológica, que poseía un diseño estratégico coherente y que se expandía a gran velocidad.

La potencia de una ideología con la redondez e impermeabilidad de una esfera, y la centralización absoluta en torno al liderazgo de Abimael Guzmán (un culto a la personalidad construido con delectación) convirtió a SL en una organización dispuesta a, y capaz de, enfrentarse con todos al mismo tiempo. Las embajadas de China y de la URSS, el presidente del Jurado Nacional de Elecciones, cooperantes extranjeros, organizaciones no gubernamentales, partidos políticos (sobre todo de la izquierda) estuvieron entre sus blancos. No había más instituciones que el PCP-SL y los organismos generados. Todo lo demás debía ser eliminado.

Hay abundante literatura y estudios sobre SL. Muchas explicaciones pero un hecho inobjetable: SL tuvo etapas de crecimiento vertiginoso, llegando a contar en diversos momentos con un significativo respaldo popular (no olvidemos que el entierro de Edith Lagos fue una de los grandes acontecimientos de la historia de Ayacucho). Intelectuales brillantes tuvieron también su etapa de encandilamiento por lo que percibían como el “levantamiento del mundo andino” (como sucedió con Pablo Macera y Alberto Flores Galindo). Y hasta un representante de la izquierda legal como Ricardo Letts llegó a proponer una “trenza” entre IU, la Asamblea Nacional Popular y SL.

La expansión senderista fue posible porque capitalizaron el vacío de poder en extensas zonas rurales, nutriéndose de resentimientos y exclusiones ancestrales; porque recogieron núcleos de militantes radicales de distinta procedencia (en su mayoría maoístas), ofreciendo certezas cuando la incertidumbre se instalaba en la sociedad, especialmente en la izquierda legal; y creció también (lo sabemos por experiencia) porque durante un lustro ocupo en solitario el terreno de la lucha armada, y como dice Eco, los pobres suelen asumir la “primera herejía” que cruza por su pueblo.

Nosotros, militantes del MIR, grupo con antecedentes guerrilleros y rituales de homenaje a sus héroes, no quedamos inmunes a un proyecto que nos interpelaba y nos forzaba a definiciones. El discurso se tornó obsoleto: eran los hechos los que tenían que hablar. A quienes convergimos después en la formación del MRTA, en cierta medida, SL nos empujó al camino.

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Pero si el MRTA resultó de una frustración (ARI e IU) y una emulación (SL), también se alimentó de una esperanza, y esta la proporcionó la Revolución Popular Sandinista de 1979.

Nicaragua revolucionaria nos dio la certeza del triunfo posible. No era una construcción intelectual ni un acontecimiento remoto. Era un hecho material, producido cerca de nuestros ojos, palpable, respirable, que hablaba en nuestra lengua . Nicaragua fue para nosotros, hasta cierto punto, lo que Cuba revolucionaria (1959) representó para la generación de Luis de la Puente y Guillermo Lobatón.

Digo hasta cierto punto, pues a esas alturas de la historia las guerrillas habían perdido mucho de su aureola romántica, y porque (a diferencia de Cuba de los sesenta), Nicaragua sandinista fue extremadamente cauta y defensiva, evitando darle pretextos a Estados Unidos para una intervención armada directa.
Si la derrota de los años sesenta y primeros años de los setenta fueron de fracasos de vanguardias armadas, y si Chile de Allende había mostrado la derrota de los pueblos desarmados, teníamos frente a nosotros el ejemplo de la victoria de los pueblos en armas.

Del sandinismo recogimos la necesidad de hundir el proyecto revolucionario en la historia; la idea de que la radicalidad de las formas de lucha permitía desideologizar el discurso y buscar la máxima amplitud en las alianzas; pero sobre todo fue una escuela de tenacidad, de terminación y consecuencia en la búsqueda de los objetivos.

Varios peruanos, algunos de los cuales formarían parte del MRTA, participaron en diversos momentos del proceso revolucionario sandinista, constituyendo el vínculo humano con esta experiencia, de la cual otros disfrutamos más bien como observadores entusiastas de ese magnífico despelote con que los pueblos empiezan a construir su propia historia.

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“La revolución apenas si tiene ideas. Es un estallido de la realidad: una revuelta y una comunión, un trasegar de viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atrevió a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fuerza en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano”.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad


La fecha de nacimiento del MRTA es un tema polémico. La Conferencia Nacional de Unidad (noviembre de 1986), que selló la convergencia del núcleo del MRTA que dirigía Víctor Polay y el MIR-Voz Rebelde bajo mi responsabilidad, estableció que aquella reunión era el punto de partida de una nueva organización, aunque ésta llevaría, sin embargo, las siglas del MRTA. Pero los años siguientes hubo un esfuerzo sistemático por desvalorizar el significado de esta unidad, presentándola como un incidente menor, uno más de los varios agregados de militantes individuales o pequeños grupos de muchas procedencias que sumaron sus esfuerzos en la construcción del MRTA.

La vertiente del MRTA que encabeza Polay empezó a formarse a fines de la década de los setenta, cuando una de las facciones de la diáspora mirista (MIR-El Militante) se unificó con el Partido Socialista Revolucionario-marxista leninista. Aunque realizaban activismo legal, dedicaban parte de sus esfuerzos (sobre todo desde 1982) a crear un aparato clandestino (económico y logístico). La muerte de uno de sus militantes (Jorge Talledo Feria) en el asalto a un banco generó su primera crisis y las primeras deserciones; corría el año 1983. En 1985 es desarticulado el intento de crear un frente guerrillero en la zona cuzqueña de Paucartambo: varios militantes fueron capturados y se incautó armamento. Esto precipitó el cuestionamiento y el relevo del dirigente de entonces (quien tras una breve estadía en prisión abandonó el MRTA y el país) por Víctor Polay. Lo que quedó entonces fue un pequeño pero cohesionado grupo de combatientes que entre 1985 y 1986 implementaron un conjunto de acciones propagandísticas de cierto impacto publicitario. Realizaron también acciones de aprovisionamiento logístico y económico. Y aunque su radio de acción era esencialmente limeño, lograron alguna proyección en la región central (donde tenía presencia un ex guerrillero del MIR de 1965 y líder campesino regional, Antonio Meza Bravo) y en el Alto Huallaga. Completa este somero recuento la presencia de algunos combatientes en las filas del M19 colombiano (en el llamado “Batallón América”), que contribuyeron a la formación posterior de la fuerza guerrillera del MRTA.

La vertiente del MIR-Voz Rebelde se constituyó en 1973, cuando un grupo de estudiantes de La Molina y el Comité Regional del Norte del MIR decidimos constituirnos en organización autónoma; una más de la prolífica izquierda. Nuestra tarea principal estuvo en el impulso a la organización y movilización popular, logrando desarrollar una presencia importante en regiones como Chimbote y San Martín, en las que participamos en la conducción de diversos combates populares, mientras que en Lima fueron nuestros militantes obreros los que estuvieron en el frente de la heroica resistencia de Cromotex en la que muriera Himigidio Huertas Loayza. Pero también se ensayaron pasos, aunque tímidos en dirección hacia la lucha armada, y fue en la plasmación de estos planes que murió en Buenos Aires, combatiendo en las filas del PRT-EPR, Darío Benavides Loayza, quien debía retornar el Perú a ponerse al frente de las tareas militares del MIR, proyecto que obviamente fue truncado por su muerte. Los vínculos con otras organizaciones revolucionarias latinoamericanas (MIR chileno, PRT-EPR argentino, M19 colombiano, etcétera) fueron una fuente de aprendizaje y transmisión de experiencias. Entre 1977 y 1982 compartimos los avatares de construir una representación política legal de la izquierda socialista (de la UDP al ARI; y de allí a la IU). En estos mismos años participamos del esfuerzo de unificar el MIR, pero nuestros caminos se hicieron divergentes. Desde 1983 empezamos a dar los primeros pasos consistentes hacia la construcción de una organización político-militar que, como suele suceder en el paso a otras formas de lucha, supuso tensiones y rupturas. Se formaron cuadros, se inició el apertrechamiento logístico y la obtención de fondos. También tuvimos militantes combatientes en las filas del M19 (donde coincidimos con el MRTA). En 1985 constituimos los Comandos Revolucionarios del Pueblo (CRP) que realizaron diversas acciones de propaganda (tomas de emisoras radiales, reparto de alimentos, etcétera). Paralelo a todo se fue creando las condiciones sociales, organizativas, políticas y militares para la apertura de un frente guerrillero en las selvas de San Martín (donde después ingresaría el MRTA unificado). Todo esto lo realizamos tratando de mantener el trabajo político en el pueblo como centro de nuestra atención, lo cual se tradujo en diversas acciones como los de publicar un medio periodístico (El Nuevo Diario) y la constitución de un movimiento político legal, del cual participaban muchos de nuestros mejores compañeros.

Estas fueron las dos organizaciones que convergieron. El MRTA era un núcleo más pequeño pero compacto y dinámico, con un mayor desarrollo militar; el MIR-VR, por su lado, tenía una mayor presencia nacional y mayor inserción social. Éramos de cierta forma complementarios, los espacios en que nos movíamos eran los mismos, nuestras raíces las mismas y nuestras perspectivas, convergentes.

Pero ambos grupos teníamos delante dos desafíos enormes que, a mi juicio, hicieron impostergable la unidad, pese a todos los problemas que conllevaba: primero, la complejísima situación que generaba la presencia de una fuerza de enorme gravitación, como SL; y segundo, la comprensión de que la dinámica de los acontecimientos era tan acelerada que había que dar saltos y quemar etapas para ponernos a la altura de las circunstancias.

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¿Qué buscaba el MRTA? ¿Cuáles eran sus bases programáticas? Esto es algo que, a pesar de los documentos publicados, no ha dejado mucha huella, oscurecido quizá por la polvareda de las acciones.

Tres eran los ejes programáticos que estuvieron en los fundamentos de nuestra existencia. Primero que nada, aspiramos a integrar nacionalismo y socialismo en un solo proceso que, enraizado en la historia, reivindicando el pueblo indígena, afirmara nuestra identidad (identidad plural por cierto) y definiera un proyecto nacional orientado al socialismo. El nombre y la simbología elegidos apuntaban a ello, lo mismo que nuestra política y lineamientos de acción.

La segunda era una propuesta de democracia directa, alternativa y contrapuesta a la democracia liberal representativa. Creíamos que desde sus organizaciones sociales representativas (sindicatos, comunidades campesinas, gremios vecinales, etc.), los trabajadores construirían un poder popular. De ahí que, donde estuvimos presentes, nuestra labor fue fortalecer la organización popular independiente, respetando las creaciones autónomas y los liderazgos libremente elegidos. Considerábamos insuficiente la democracia política, y creíamos imprescindible extenderla al terreno económico y social, particularmente a uno de los reductos del autoritarismo: la empresa, donde debían establecerse formas cogestionarias y autogestionarias de producción.

Y finalmente, estábamos convencidos de la dimensión continental del proceso revolucionario. No sólo porque tendríamos que enfrentar a un enemigo común, sino también, y sobre todo, porque en un mundo en que se constituían poderosos bloques regionales, la única posibilidad de tener un lugar y fuerza de negociación era integrando nuestros pequeños países atrasados. Este era el sueño de Bolívar, del Che y —por qué no decirlo— de Haya de la Torre.

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En el MIR hubo resistencia a la unidad, y si bien la en su mayor parte los dirigentes fueron persuadidos de esta necesidad, no sucedió lo mismo con un sector de las bases de Lima y San Martín, que se mantuvieron renuentes hasta abandonar el proyecto unitario, generando la primera crisis interna y los primeros desencuentros sobre la forma de resolverla.

No obstante las dificultades, la unidad permitió potenciar a la nueva organización en diversas áreas: en la constitución de un movimiento político de mayor envergadura, en la publicación de otro diario, en la extensión nacional de la organización, pero sobre todo porque con la apertura del Frente Nororiental, nuestro primer destacamento guerrillero rural, creíamos estarle dando dimensión estratégica al proyecto.

Mientras consolidábamos nuestra organización, establecimos relaciones con algunos partidos de la izquierda legal y sostuvimos reuniones con sus máximas direcciones. Y aunque no hubo mayores acuerdos (pues nuestros puntos de encuentro en el corto plazo eran limitados), quedó abierta la posibilidad de alianzas posteriores. En este terreno, uno de los mayores problemas que debimos afrontar fue el radicalismo de nuestras bases, renuentes a todo compromiso político con el reformismo (cuando en 1987 se determinó el ingreso del movimiento político que influíamos a la IU, la “rebelión” de las bases no lo permitió). Esta disposición al diálogo y a las alianzas que mantuvimos desde inicios del proyecto del MRTA es una clara señal de lo ajenos que fuimos a los señalamientos de “fundamentalismo terrorista”. Incluso nuestra estrategia de alianzas estaba pensada más allá de la izquierda legal. Quizá con ingenuidad, creíamos que habría sectores apristas, de las fuerzas armadas y de las fuerzas policiales, que con el devenir de la lucha podrían sumarse a un proyecto democrático nacional.

El resultado más importante de la unidad, el nacimiento del Frente Nororiental del MRTA, fue la culminación de esfuerzos complementarios, pero separados, realizados por los dos grupos convergentes. Sin el antiguo trabajo político y social del MIR, sin su contingente de combatientes y mandos lugareños, no se hubiera construido nada, como es evidente que sin la logística, los medios y la experiencia del MRTA los pasos hubieran sido más lentos y difíciles. La aparición pública de la guerrilla rural del MRTA, sobre todo luego de la impactante y publicitada toma de la ciudad de Juanjui (4 de noviembre de 1987) fue un tonificante estímulo interno y un poderoso imán que atrajo hacia nuestras filas a innumerables compañeros procedentes de todas las canteras de la izquierda, que percibían una propuesta combativa distinta a la senderista. El crecimiento se aceleró, especialmente entre los jóvenes.

Como suele suceder, el salto dado de los pequeños grupos de propaganda que habíamos sido, a la organización con presencia en la escena política, con capacidad de incidir en los acontecimientos, con capacidad de conducción de ciertos sectores sociales, que empezábamos a ser, nos planteó nuevos y complejos problemas que nos pusieron a prueba, sin que los resolviéramos a plenitud y en los que finalmente encontramos los gérmenes de la futura derrota. Estos problemas fueron fundamentalmente tres: todo lo que atañía a la seguridad y defensa frente a la represión policial; las dificultades que traía consigo la unidad; y la aparición de un frente de batalla imprevisto, al menos en la magnitud en que se dieron los enfrentamientos: Sendero Luminoso.

Tempranamente debimos pagar el precio de la fama, pues en la medida en que pasamos a estar en el ojo de la tormenta nos pusimos en la mira de la Dirección Nacional contra el Terrorismo (Dincote) y al mismo tiempo se hizo más perceptible nuestra vulnerabilidad. Uno tras otro fuimos detenidos los miembros de la dirección nacional, de tal modo que al cabo de poco más de dos años estábamos en prisión cuatro de los seis miembros que la habíamos conformado en los inicios. No nos adaptamos a las nuevas exigencias de la clandestinidad y subestimamos al adversario, que aprendía con más rapidez que nosotros. El activismo desenfrenado —y después la lucha interna— abrió flancos que fueron capitalizados por la DINCOTE. A esto hay que añadirle un par de elementos más: el exceso de centralización en la toma de decisiones y la permanencia del grueso de la dirección nacional en Lima (que como suele suceder con las ciudades, se convirtió en una ratonera en la que quedamos cercados).

Todo proceso unitario es siempre una aventura incierta y llena de dificultades. Lo sabía antes de emprender la unificación con el grupo de Víctor Polay. Abrigaba sin embargo la confianza de que estos inevitables conflictos podrían administrarse con tino, pero me equivoqué. Una sobrevaloración de la dimensión militar del proyecto hizo que quienes formaban parte de las estructuras militares se consideraran la vanguardia y al resto de la organización como una suerte de complemento subordinado. Todos convalidamos esta situación. Y aunque en el devenir del MRTA se produjeron diversas discusiones y discrepancias de toda índole, con uno y otro dirigente en posiciones distintas, coincidiendo o discrepando con otros independientemente de la vertiente de origen, finalmente la procedencia pesó de manera decisiva en los rumbos y las decisiones que se adoptaron. A esto se sumó el hecho de que la aspiración a generar formas de dirección colectiva (en contraposición al mesianismo senderista) fue progresivamente dejada de lado por las tentaciones caudillistas (como se percibe claramente en el libro llamado Los topos).

Con SL las divergencias mantenidas en el terreno de la polémica ideológica hasta fines de la década de los ochenta, se torna en una verdadera batalla cuando el desarrollo de nuestra fuerza político-militar (sobre todo en el centro y en la selva de San Martín) chocó con las aspiraciones senderistas de controlar determinados territorios, eliminando toda otra organización que no se le sometiera. Enfrentamientos armados de alto costo, que fueron capitalizados por las fuerzas contrainsurgentes. En Huancayo el asesinato por miembros de SL del dirigente vecinal del pueblo joven Justicia Paz y Vida, de apellido Aguilar, vinculado al MRTA, llevó a réplicas y contrarréplicas (alimentadas por los aparatos de seguridad que hacían su propio juego). En San Martín, la captura de ejecución de Carlos Arango Morales por una columna senderista ocasionó múltiples enfrentamientos.

La vida, siempre más compleja que todas las teorías y previsiones, nos colocó frente a una guerra completamente imprevista, y al mismo tiempo inevitable .

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“César tenia razón al preferir el primer puesto en una aldea que el segundo en Roma. No por ambición o vanagloria, sino porque el hombre que está en el segundo lugar no tiene otra alternativa que los peligros, de la obediencia, los de la rebelión y aquellos aún más graves de la transacción”.
Margerite Yourcenar, Memorias de Adriano


Me permito aquí un espacio para la confidencia, para trazar con pinceladas gruesas mi trayectoria política personal, a fin de que no aparezca sólo un conjunto de ideas y hechos descarnados, sino también vivencias.

El punto de partida se sitúa en el Colegio de Aplicación de la Universidad Nacional de Educación (“La Cantuta“) en los efervescentes años sesenta. La proximidad al medio universitario, con sus polémicas y campañas electorales para la Federación Estudiantil, encandiló a quienes como yo, éramos adolescentes inquietos. Fui testigo del feroz enfrentamiento que permitió a la izquierda marxista desplazar al APRA del control de la FEP. Años de iniciación en los rudimentos de la teoría marxista en que Politzer con su “Manual de filosofía” encabezaba la lista de lecturas indispensables. Pero mi hallazgo mayor fue la poesía de Vallejo, especialmente “España aparte de mí este cáliz”.

Mi decisión de estudiar sociología en la Universidad Nacional Agraria (La Molina) estuvo ligada a este despertar político. No iba en búsqueda de un título universitario sino de las llaves para el ingreso a la militancia revolucionaria. Entré al MIR a fines de 1970 (a los 17 años recién cumplidos) y en el verano de 1971 recibí mi primera tarea: reorganizar el Comité Zonal de Chimbote. Era algo para lo cual no estaba en absoluto preparado, pero ante lo que no retrocedí. Fue mi primer encuentro con una ciudad a la que volví una y otra vez a lo largo de la década del setenta.

Mi regreso a Lima implica un distanciamiento con las aulas de las que me hice visitante ocasional, en La Molina y luego en San Marcos. Era yo un militante a “tiempo completo”.

En 1971 conocí a Jaqueline Elau, la viuda de Guillermo Lobatón, quien era la responsable de mi célula partidaria. Desde una pequeña oficina que teníamos en el Centro de Estudiantes de Medicina de San Fernando organizábamos el apoyo a los diversos sindicatos en conflicto, especialmente los mineros, cuyas marchas de sacrificio y ollas comunes se hicieron emblemáticas.

Luego recalé en una célula obrera de la empresa “Motor Perú”, cuyos dirigentes sindicales eran militantes del MIR. Allí compartí militancia con Andrés Sosa Chamamé, y durante cerca de un año hicimos juntos las clásicas tareas de los volanteos madrugadores en la Plaza Unión y las pintas de media noche (con él tras una larga separación, nos reencontramos en el MRTA el año 90).

Estos fueron años de crisis y lucha interna en el MIR. Los primeros en romper fueron los compañeros que editaron luego una revista llamada “Critica Marxista-Leninista”. Pero esta ruptura, lejos de resolver el problema, lo exacerbó. En 1972 el MIR se quebró en tres: MIR- El Militante, el Círculo Marxista Oposición Proletaria y el MIR-Voz Rebelde (que conformamos un grupo de estudiantes de La Molina y el Comité Regional del Norte).

En estos fraccionamientos había diferencias ideológicas, de “métodos y estilos” de trabajo, pero sobre todo, a mi entender, el desborde de toda una generación de jóvenes activistas que, con la arrogancia de la edad y la autosuficiencia de las lecturas apresuradas, sentíamos que los viejos cuadros no tenían mucho que ofrecernos.

A los 20 años ya era parte del núcleo de dirección de la naciente organización, que tenía sus células dispersas en Lima y otros puntos del país, especialmente en el Norte. Me convertí en el organizador del grupo, el viajero permanente que recorría el país de un extremo a otro, en un activismo que hoy me sorprende, pues lo hacía sin un centavo en el bolsillo y sosteniéndome con lo que buenamente me daban los compañeros en el camino.

Los avatares del quehacer revolucionario me colocaron al lado de la huelga minera de 1971, en que se produjo la masacre de Cobriza, junto a los siderúrgicos en 1973 y 1977 (donde también hubo desenlaces cruentos), pero sobre todo me ligaron a los trabajadores de Cromotex. Que los muertos siempre los ponía el pueblo no me lo contaron, lo viví.

En 1978 emprendimos la aventura unitaria de la confluencia de cinco grupos de izquierda en el MIR, constituyendo así una organización gravitante dentro de la Unidad Democrático Popular y la izquierda peruana. En el Congreso Unitario fui elegido secretario general de un partido que congregaba una significativa pléyade de intelectuales, políticos y dirigentes gremiales entre los que figuraba, por citar uno, Carlos Malpica. Tenía veintiséis años y era significativamente menor que los demás miembros del Comité Central.

Si la edad, y por lo tanto la experiencia, fue un obstáculo para ejercer un liderazgo efectivo en esta organización, el problema crucial fue la ambigüedad intrínseca al proyecto, a mitad de camino entre el viejo discurso estrategista y las prácticas clandestinas, y las nuevas exigencias (teóricas y prácticas) de la lucha política legal. Percibía la importancia y la necesidad de esta actividad en la política formal pero mi temperamento y mis convicciones me hacían verla con desconfianza. Veía con aprensión cómo la inercia nos empujaban por derroteros cada vez más ajenos a la predica revolucionaria. Me sentía más cómodo y a gusto trajinando entre las comunidades campesinas de Huancavelica o en los caseríos de San Martín que en las tediosas y agotadoras negociaciones entre los partidos de la izquierda. Nunca me acomodé a la tribuna pública y conservo hasta hoy una instintiva aversión a todas las formas de figuretismo.

Fue en el MIR- unificado donde empezamos a dar los primeros pasos serios hacia la lucha armada. Hicimos algunas escuelas políticas-militares y adquirimos el primer fusil de entrenamiento (un AR-15, la versión deportiva del M-16). En 1980 viajé al exterior con un grupo de seis compañeros a recibir entrenamiento, de los cuales dos nos mantuvimos hasta el final: Roberto Cava (“Juancho”), muerto en Molinos y yo que voy con quince años de prisión a cuestas. Nos tomamos en serio por lo que para otros eran apenas un rito de homenaje al pasado, sin consecuencias para el porvenir.
Los caminos se hicieron divergentes y la ruptura fue inevitable.

En 1983 el MIR-Voz Rebelde resurgió con una peculiaridad: la gran mayoría de los que habíamos emprendido esa aventura a inicios de los setenta dieron un paso al costado. Por lo tanto, la tarea de reconvertirnos en organización política-militar hubo que emprenderla con aquellos jóvenes ingresados a la militancia una década después. Me había convertido en el veterano del grupo.

Entre 1983 y 1985, me tocó la función de “hombre orquesta”. Recorriendo el país, viajando al exterior, realizando escuelas político-militares, encarando la solución de los problemas logísticos y económicos, pero, sobre todo, seleccionando cuadros para la nueva etapa. En este proceso se incorporaron compañeros como Ósler Panduro, Rodrigo Gálvez, Roberto Cava, Roberto Pérez, Sístero García y otros varios, la gran mayoría de los cuales actuaron con heroísmo y consecuencia y ya no están aquí para contarlo. A ellos mi reconocimiento y mi homenaje.

En 1985 hicimos públicos los “Comandos Revolucionarios del Pueblo”, una pequeña unidad de combatientes que realizaron diversas acciones de propaganda armada. Paralelamente establecíamos condiciones para la apertura de la guerrilla rural en el departamento de San Martín.

Un hecho crucial de estos años fueron las relaciones establecidas con organizaciones revolucionarias hermanas de América Latina. Primero que todos el MIR chileno, cuyas discusiones y propuestas seguíamos con avidez desde los años de Miguel Enríquez. También con el M-19 colombiano, que acogió en sus filas a un puñado de nuestros militantes (uno de ellos Ciro G., murió combatiendo en los Páramos del Cauca). Salvadoreños, guatemaltecos, hondureños y, en fin, revolucionarios de todos los confines del continente nos transmitieron su ánimo y sus experiencias. El lugar de encuentro era Managua.

Y en Managua trabé amistad con Dimas compañero de enorme sencillez y generosidad. El y su esposa (amiga entrañable de los años “molineros”) hicieron que su hogar fuera mi hogar.

En 1986 retomé las relaciones con el grupo de Víctor Polay. Con ellos manteníamos conversaciones esporádicas desde años atrás, pero esta vez tenía la firme determinación de impulsar la unidad.

Propiciar esta unidad y materializarla fue una determinación personal, en la que asumí las condiciones que planteó MRTA y que para mis compañeros del MIR eran inaceptables: que las siglas de su organización prevalecieron y que uno de ellos asumiera la jefatura. Este fue un “sapo difícil de tragar” en el MIR, y de hecho provocó distanciamientos y rupturas.

¿Qué me llevó a dar un paso que me relegaba a un segundo plano? Sin duda hubo motivaciones políticas de fondo, como la necesidad de responder a una coyuntura compleja y exigente y a la competencia con otros actores políticos. Pero también pesó el hecho de que sentía que las funciones de “hombre orquesta” habían llegado a su límite. Necesitábamos pasar a un nuevo nivel de dirección colectivo, aunque ello implicará renuncias personales y /o grupales.

Como suele suceder, el camino unitario tuvo luces y sombras. Sin embargo al menos en los momentos iniciales, avanzamos dentro de lo previsto.

En 1987 sucedió algo que no sólo cambió mi vida, sino la forma como participaría en adelante en el MRTA: el 7 de agosto, fui detenido por la DINCOTE, cuando abordaba mi vehículo en Magdalena. Al mando del operativo estaba un nisei trejo, el entonces mayor Marco Miyashiro.

El paso por la DINCOTE me probó en un terreno que no supe hasta ese momento si saldría bien librado: la tortura. A los quince días me trasladaron a prisión con un voluminoso expediente (que me valió una condena de 12 años), pero la íntima satisfacción una victoria personal, tal ves nimia, pero que sólo quien ha pasado por ello sabe de la hondura de su significado.

El penal Miguel Castro Castro, me recibió de noche. Sus construcciones me parecieron inmensas y fantasmales en la semipenumbra, pero en el pabellón del MRTA me acogieron entre cantos y consignas. Pese a todo estaba en territorio amigo. Ese fue mi hogar los siguientes tres años.

Fui el primero de los seis miembros del Comité Ejecutivo Nacional del MRTA en caer preso. Este me colocó en un rol cuasi-pasivo, una suerte de observador privilegiado, con limitada incidencia en el curso de los acontecimientos, dedicado a tareas de retaguardia y ardiente de impaciencia porque no siempre los rumbos adoptados correspondían a mi visión de las cosas.

Antes de mi detención ya teníamos en la dirección el MRTA, la idea de la construcción de un túnel que liberara a los presos del penal Miguel Castro Castro. Era un proyecto de largo aliento que tenía como referencia el túnel construido por los tupamaros de Uruguay para la fuga del penal de “Punta Carretas”
Al congregarse un mayor número de compañeros dirigentes en prisión (Cárdenas, Avellaneda, Polay y yo), las exigencias de la fuga se hicieron mayores, y el túnel cobró vida.

La madrugada del 9 de Julio de 1990, nos evadimos 47 presos del MRTA. Dos días más tarde pudo reunirse el Comité Ejecutivo Nacional completo y en agosto se reencontró, al cabo de tres años, el integro del Comité Central. El MRTA estaba en el clímax de su desarrollo, orgánica y políticamente había las mejores condiciones para hacer propuestas audaces, pero el instrumento era poco dúctil para ello.

La nueva situación no nos cohesionó sino al contrario. Salimos del Comité Central rumiando nuestros desacuerdos. Pero a esto se sumó un agravio personal: tras una parodia de “juicio interno”, mi compañera de aquellos años fue expulsada del partido por razones mezquinas.

No hubo tiempo para mucho. El 31 de mayo de 1991, a menos de un año de la fuga fui recapturado. Esta vez el reencuentro fue con Miyashiro, quien ya era comandante. Ya no hubo torturas, era la ventaja de la “fama” o quien sabe si la retribución del general John Caro al hecho de que el MRTA hubiera respetado la vida de su hijo (un joven oficial de la policía capturado durante el incursión a Juanjui en 1987).
Volví a la prisión. Esta vez sin el optimismo y el empuje de cuatro años atrás. De nuevo era el primero de los mandos del MRTA en ser detenido. De nuevo salía del juego de fuerzas interno, y esta vez sabía que los tiempos serían largos. La dinámica de los acontecimientos internos confirmó mis aprensiones.

En enero de 1992 renuncié al MRTA públicamente, rechazando el asesinato de Andrés Sosa. (Sosa inició su militancia política en el MIR a comienzos de los 70. Pasó luego al PCP Unidad, llegando a formar parte de su Comité Central. En 1989 encabezó una tendencia radical que se integró al MRTA. Sin embargo allí no encontró la acogida esperada y con Orestes Dávila Torres "Germán" formó las Fuerzas Guerrilleras Populares. Su ruptura con el MRTA fue política y su asesinato, un absurdo). Había sido la gota de agua que rebalsó el vaso.

En mayo de 1992 fui testigo del ataque de las fuerzas represivas contra los presos senderistas y la matanza que le siguió. Nunca antes – ni después – pude presenciar semejante despliegue bélico. A sangre y fuego el régimen de Fujimori impuso las nuevas y brutales condiciones de reclusión.

Pero como demostración de que la vida fluye y se renueva, mientras un grupo de presos eran acribillados, nació mi hijo Paulo. Estas páginas han sido escritas, sobre todo, para él, a quien debo más de una explicación.

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Cualquier observador mínimamente imparcial tendría que reconocer que entre 1987 y 1992 el MRTA tuvo un crecimiento sostenido y significativo, no obstante las bajas producidas en combate - especialmente en Molinos, donde perdimos a más de medio centenar de nuestros mejores cuadros - y las capturas policiales. En unos pocos años, un reducido núcleo de cuadros y activistas nos habíamos convertido en una organización con varios centenares de combatientes distribuidos en destacamentos guerrilleros rurales, comandos y milicias urbanas, y unos miles de activistas y militantes de masas esparcidos por todo el país.

Aunque se hicieron esfuerzos por extendemos a diferentes lugares del territorio nacional, fue en Lima y en el Nororiente donde se logró el mayor desarrollo político-militar. En el norte hubo un cierto desarrollo político, pero una limitada presencia militar. En el centro, los sucesivos intentos de construcción de una fuerza política y militar, exitosos en sus inicios, quedaron truncos, primero en Molinos y luego en Iscozacin. El sur siempre nos fue esquivo, pues todos los intentos por levantarnos en esa región fueron rápidamente quebrados por las fuerzas de seguridad.
En San Martín, como en Ucayali, cuadros miristas habían desarrollado desde la primera mitad de la década de los setenta un trabajo político que, iniciándose en el magisterio, se proyectó hacia otros sectores, sobre todo juveniles y campesinos. En ambos casos se constituyeron poderosos frentes de defensa con líderes prestigiados (maestros). En el caso de Pucallpa, la Izquierda Unida ganó la alcaldía provincial gracias a este núcleo de compañeros entre los cuales destacaba Ósler Panduro Rengifo. Esta presencia en las masas y las ventajas de la geografía nos llevó a elegir esta región como punto de partida de la guerrilla rural. Pesó también en nuestro ánimo el hecho de que para nosotros, procedentes del mundo costeño-urbano, era menos complicado aproximarnos a los pobladores de la selva que a los habitantes del Ande, y no estábamos tan descaminados en esto.

La campaña de 1987, con la que se iniciaron las operaciones, si bien permitió un protagonismo coyuntural, terminó de mala manera pocos meses después. A inicios de 1988 la ofensiva militar había diezmado buena parte de las fuerzas y capturado a los principales mandos regionales. A ello se sumó el intento faccional de “Darío”, un mando del MIR disconforme con la unidad con el MRTA. En resumen: a mediados de 1988 la situación era grave, pero la campaña había despertado el entusiasmo entre los jóvenes de la región, especialmente del área rural. Fue esto, y el infatigable esfuerzo organizativo de Rodrigo Gálvez García y Ósler Panduro Rengifo lo que reconstruyó al MRTA, que desde inicios de 1989 tuvo un desarrollo sostenido hasta mediados de 1993, cuando se produjo la debacle. En esta región, y a pesar de la escisión que intentó llevar a cabo Sístero García Torres (“Ricardo”) en 1992, en los momentos más álgidos de la lucha, hubo seis destacamentos guerrilleros (unos cuatrocientos hombres-arma), con el debido equipamiento, logística, mando centralizado y comunicaciones tácticas y estratégicas, lo cual hacía un pequeño ejército capaz de operaciones ofensivas, que tomó prácticamente todas las ciudades del departamento, que se enfrentó a los aparatos militares del estado y nunca a la población civil. El desmoronamiento de esta fuerza es —al menos para mí— uno de los hechos más desconcertantes por su celeridad y magnitud.

En Ucayali el proceso fue irregular. El crecimiento explosivo de los años 1988-1989 no fue consistente y se presentaron problemas de dirección que intentaron ser rectificados en el campamento-escuela El Chaparral, en la zona de Iscozacin (provincia de Oxapampa), donde se concentraron más de cien cuadros y combatientes con presencia de la dirección nacional (diciembre de 1989). Pero esto empeoró todo en lugar de corregir, primero porque - en un arbitrario e insensato “proceso” - el líder asháninka Alejandro Calderón fue fusilado por una supuesta “colaboración” con el ejército en el año 1965 (que habría llevado a la captura y muerte de Guillermo Lobatón Milla), lo cual nos enfrentó al pueblo asháninka, con el que se habían establecido excelentes relaciones, y forzó la retirada de la zona. El otro acontecimiento dramático fue que negligencias en los dispositivos de seguridad permitieron el ataque sorpresivo de las fuerzas armadas, produciendo decenas de bajas y un nuevo traspié.

La región central (Junín, Cerro de Pasco, Huanuco, Huancavelica) fue definida desde los inicios del proyecto unificado del MRTA como la prioridad estratégica, por su localización geopolítica, por su importancia económico - social y por haber sido escenario de la antigua guerrilla del MIR. La primera dificultad que debimos enfrentar fue la lucha contra Sendero, que también aspiraba al control de la región y con quien no había entendimiento posible. Pero el mayor problema fue interno; la concepción que priorizaba el protagonismo coyuntural sobre el trabajo más consistente y a más largo plazo. Concentrar todas las fuerzas para tratar de tomar la ciudad de Tarma condujo al combate de Molinos (Jauja, 28 de abril de 1989), donde murió más de medio centenar de los mejores cuadros y combatientes, entre ellos Antonio Meza Bravo y un amigo entrañable: Roberto Cava Corsh (“Juancho”).
Después de esto debió reconstruirse la organización en condiciones más desfavorables, pues SL había aprovechado el traspié para afianzar posiciones, lo que trajo consigo la respuesta campesina en alianza con los militares, generando un viraje drástico al conflicto en la sierra central. Debimos, pues, replegarnos a la selva central, donde volvió a levantarse el frente Juan Santos Atahualpa con la inyección de cuadros fugados del penal Miguel Castro Castro. Y aunque no tuvo mayor relevancia, este contingente se mantuvo vivo hasta la toma de la residencia del embajador japonés (diciembre de 1996), para luego desaparecer. De ahí salieron los mandos y combatientes que participaron en esta acción y fue, según todo lo indica, el último reducto del MRTA.

En toda la región norte del Perú se desplegó principalmente un activismo político y la presencia militar fue limitada y episódica. La exploración y las incursiones en la sierra fueron tímidos ensayos. Es sólo en 1991 cuando el destacamento del Alto Mayo (San Martín) se desplaza hacia la zona de Jaén-Bagua-San Ignacio, atravesando el departamento de Amazonas; al mando estaba uno de los cuadros militares más experimentados, Abad Zagaceta (“Tony”). Realizaron incursiones en pequeños poblados, con buena acogida de la población. A los pocos meses (julio de 1992) toman por asalto la ciudad de Jaén, tras lo cual no pudieron resistir la ofensiva del ejército, que colocó al destacamento guerrillero a la defensiva hasta que éste terminó dispersándose.

Lima fue el centro de operaciones de la dirección nacional del MRTA y su trampa, pues todos fuimos detenidos en la capital y Cerpa murió también en ella. Este centralismo fue uno de los principales errores en el diseño estratégico del MRTA y su talón de Aquiles. En Lima se concentraban todos los principales aparatos partidarios; desde ahí se iniciaba la red de abastecimiento y comunicaciones. Era también, junto con San Martín, la principal cantera de cuadros y combatientes. Nuestra presencia era más bien dispersa en universidades y barrios de la capital, pero nunca creamos un bastión de influencia social y menos aún intentamos imponerlo. El dinamismo de los grupos milicianos y de comando fue intenso, con acciones de diversa índole, y esto tuvo como contraparte mayores bajas y el incremento del número de presos. Esta centralización del MRTA en la capital tuvo que ver con el ambiguo equilibrio entre la guerra y la política, que nunca logramos integrar a plenitud a pesar de nuestros deseos, pero también con cálculos más pigmeos, pues evitaba la afirmación de otros liderazgos eventualmente competitivos que pudieran arraigar en alguna región.

Y aunque en este somero repaso se ha puesto énfasis en los aspectos político-militares del proyecto, la construcción de una fuerza política estuvo entre las prioridades, y no ha sido debidamente ponderada. No sólo la mayor parte de la militancia del MRTA estaba vinculada a este trabajo político, sino que en determinados momentos pudimos reconstruir la organización militar a partir de la fuerza política, como ocurrió en San Martín entre 1988 y 1989.

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Cuando a medidos de la década de los ochenta el MRTA hacía su aparición pública, el periodista Víctor Hurtado publicó el artículo “Asientos ocupados”. Allí, Hurtado sostenía que no obstante sus buenas intenciones, el MRTA había llegado demasiado tarde pues los espacios estaban ocupados en la izquierda, en el plano legal, por la IU; y en el de la insurgencia armada, por SL. En los años siguientes nuestros esfuerzos por escapar a esta profecía fatídica no alcanzaron el éxito. El campo gravitacional de ambas fuerzas, particularmente del senderismo, era demasiado potente para que lográramos sobrepasar el impacto de su accionar y sus consecuencias. Más aún cuando muchas de nuestras acciones hacían borrosas las diferencias ante los ojos de la mayoría de la gente (como los asesinatos de Alejandro Calderón, el de Andrés Sosa o el del empresario Ballón Vera . Y cuando el MRTA pudo y debió plantear con audacia y claridad propuestas de solución política, tras la fuga de 1990 o durante la toma de la residencia del embajador japonés, en diciembre de 1996, el radicalismo y la intransigencia impidieron una salida inteligente, sensata y digna a un conflicto cuyo desenlace era predecible, sobre todo en 1997.

El MRTA no puso el coche bomba de Tarata ni realizó un atentado similar, ni mató a María Elena Moyano, pero aparecía como el socio menor de la espiral de violencia, y las diferencias —que por cierto las había—, aparecían como sutilezas ante la mayor parte de la gente. Ni pudimos ni supimos afirmar una identidad y un espacio propios. Es cierto que la velocidad de los acontecimientos no permitió que la dirección procesara adecuadamente lo que sucedía, y esto se hizo más complicado cuando empezaron a producirse nuevas detenciones de dirigentes y la lucha interna exacerbó la desconfianza.

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Las elecciones de 1990 sacaron a relucir un conjunto de hechos de gran significación que no supimos leer en su momento, y que marcaron el desenlace del conflicto y el fin del MRTA.

La inmensa mayoría de la población había acudido a votar para elegir a un presidente por tercera vez consecutiva desde 1980. Y esto sucedía a pesar de los intentos boicoteadores de SL y del planteamiento de voto viciado hecho por Cerpa a través de un mensaje televisado. La gente nos seguía diciendo “no”.

Tanto o más importante que lo anterior fue la ruptura de la IU, que puso fin a una crisis prolongada y sepultó a la izquierda legal, la segunda fuerza electoral de 1985. Esto no era más que el inicio de su descomposición, y con ello el de nuestro propio aislamiento, pues, aunque no tuviéramos entonces suficiente conciencia de ello, y a muchos no gustara (dentro y fuera del MRTA), nuestro destino estaba indisolublemente ligado al de la Izquierda Unida, de cuyos sectores más radicalizados nos nutríamos.

La elección de Alberto Fujimori mostraba el desprestigio de los partidos y los políticos tradicionales, y un pueblo desideologizado y pragmático, desconfiado. Una prolongada crisis había enseñado a la gente a desconfiar de las grandes promesas para el futuro y a exigir resultados concretos y viables. Esto valía también —y sobre todo— para nosotros.

Finalmente, el desquiciamiento económico generado por la hiperinflación aprista y la agudización de la violencia política estaban produciendo entre la población un anhelo creciente de estabilidad, orden y paz. La extensión de las organizaciones campesinas de autodefensa y su alianza con las fuerzas armadas era el síntoma más importante de ello.

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El 9 de julio de 1990 se produjo la fuga del penal Miguel Castro Castro, una de las acciones más importantes y la más controvertida de la historia del MRTA. La decisión de realizarla antes del relevo gubernamental, (pues un gobierno de salida tiene menos reflejos para actuar), ha sido curiosamente interpretada por sectores antiapristas como un favor político de Alan García a Víctor Polay y una suerte de “presente griego” para un eventual gobierno del Fredemo. Esto es parte de la política-ficción que de tiempo en tiempo resucita.

Lo cierto es que se trató de un proyecto de larga maduración, realizado con perseverancia. Permitió al MRTA, protagonismo político y su robustecimiento orgánico, al inyectar un conjunto de cuadros y dirigentes a la estructura partidaria y potenció los planes de desarrollo; pero también generó un reacomodo de fuerzas internas que desencadenó una crisis que erosionó al MRTA, haciéndolo frágil y vulnerable ante lo que vendría después.

La reunión del comité central inmediatamente posterior a la fuga (agosto de 1990) en la que nos reencontrábamos después de varios años, significó la consolidación de la hegemonía de Polay y sus seguidores, pero al precio de abrir un conflicto interno que culminó con una serie de fracturas que desgastaron a la organización y la desordenaron, precisamente cuando la coyuntura política se tornaba cada vez más desfavorable.

Para consolidar su liderazgo orgánico, Víctor Polay debió abstenerse de plantear su propuesta de solución política, vía la apertura de un proceso de diálogo y negociación con el gobierno entrante, a fin de asegurar la adhesión de los sectores ideológicamente más duros, una corriente representada por Cerpa y Francisco, y desplazar a la vertiente del MIR. Quizá fue una maniobra táctica, para después, en mejores condiciones, expresar sus puntos de vista abiertamente —lo había hecho en forma privada—, pero el después no llegó, ya que uno tras otro se produjeron los golpes que llevaron a la organización a su derrota final.

El MRTA era una creación colectiva de compañeros provenientes de distintas experiencias que fueron sumando sus esfuerzos en la búsqueda de un proyecto común. Y esto, que tuvo una virtud potenciadora en distintos terrenos, se desvirtuó cuando la ambición hegemonista y los intentos caudillistas se impusieron de mala manera, desbocándose del cauce racional.

Así, la decisión de Orestes Dávila Torres de abandonar el MRTA y crear su propia organización, las Fuerzas Guerrilleras Populares, fue contestada por la dirección nacional con el asesinato de este compañero que en un determinado momento había llegado a ser lugarteniente de Néstor Cerpa. Después le tocaría el turno a Andrés Sosa Chamamé.

Luego vino el intento frustrado de Sístero García Torres (“Ricardo”) de escindir el frente nororiental del MRTA. Este compañero, que había sido un mando regional importante, provenía de las filas del MIR. Capturado en Iquitos en 1990, pasó unos meses en prisión y salió a inicios de 1991. Sintiéndose desplazado de su liderazgo regional por la presencia de Cerpa, intentó recuperar el mando de algunos destacamentos guerrilleros sin conseguirlo. Perseguido por las huestes de “Evaristo” (Cerpa) buscó la protección de las fuerzas armadas, convirtiéndose en uno de los primeros arrepentidos, para vergüenza de quienes lo formamos y sentíamos por él admiración y afecto.

En tercer lugar, todo el movimiento político influido por antiguos militantes del MIR decidió romper con el proyecto del MRTA y caminar independientemente. El trecho fue breve: luego del 5 de abril de 1992 se desencadenó una persistente persecución contra ellos.

Fue en estas condiciones de agrietamiento y desorden interno que el MRTA enfrentó la coyuntura abierta desde el 5 de abril de 1992, cuando el autogolpe fujimorista le dio al régimen un carácter definitivamente contrainsurgente.

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El autogolpe del 5 de abril vino precedido por una década de militarización del país como parte de una estrategia contrainsurgente. Los militares habían ganado crecientes cuotas de poder y diseñado estrategias para enfrentar un desborde popular (el Plan Verde establecía un golpe de estado como respuesta a una eventual victoria electoral de la IU en 1990) y subversivo.

Pero si hubo algo que preparó el terreno del autogolpe de 1992 y lo legitimó, fue la determinación de Sendero Luminoso de imponer voluntaristamente a sangre y fuego su “teoría” del “equilibro estratégico”. Esta tesis no era el resultado de una valoración de la correlación de fuerzas, evaluación que podía ser justa o no, pero que se basara en los hechos, sino que se desprendía exclusivamente de la ideología. Fue una suerte de versión peruana del “gran salto hacia delante” o de la “revolución cultural proletaria” propiciadas por Mao en China.

El “equilibro estratégico” supuso dos decisiones: el traslado del centro fundamental de la lucha militar del campo a las ciudades; y la intensificación de la ofensiva a través de acciones de un calibre mayor y más indiscriminado. Realizaron “paros armados” en diversas ciudades del país, que mostraron la extraordinaria habilidad del senderismo para administrar el miedo colectivo, y se produjeron los más demoledores atentados con coches-bomba de toda la historia del conflicto interno, como el de la calle Tarata en Miraflores y el lanzado contra el Canal 2.
La decisión de SL de llevar la coyuntura al límite de sus posibilidades, y hasta más allá, puso en crisis todo el sistema político y creó las condiciones para que la aspiración de paz y orden se hiciera más intensa que nunca.

Entre tanto, el MRTA había seguido un proceso exactamente inverso, trasladó el centro de gravedad hacia el campo restringiendo al mínimo el uso de explosivos. Pero la presión de SL sobre la coyuntura era tan intensa que nos envolvía, y nuestras acciones alimentaban la espiral desencadenada. Y peor aún, la insensata decisión de enfrentar la lucha interna asesinando a Orestes Dávila Torres y a Andrés Sosa Chamamé, terminó de borrar, en la percepción de las gentes, cualquier diferencia entre SL y el MRTA.

El autogolpe del 5 de abril le dio al Estado una voluntad política y una coherencia en la lucha contrainsurgente de la que habían carecido hasta entonces los gobiernos precedentes. Al mes del autogolpe (el 6 de mayo de 1992) se realizó la intervención policial-militar en el penal Miguel Castro Castro contra los presos senderistas, estableciéndose un desigual enfrentamiento de cuatro días, al final de los cuales se produjo la capitulación de los resistentes, que tenían decenas de muertos y heridos (de los cuales quizá nunca se sepa cuántos perecieron en la feroz balacera y cuántos fueron ejecutados luego de rendidos). El 8 de mayo empezó a dictarse la draconiana legislación antisubversiva.

Paralelo a esto se desató la contraofensiva de la Dincote, que con planes estratégicos de largo plazo y técnicas más refinadas y eficientes había acumulado valiosa información que sirvió para dirigir certeros golpes contra el MRTA y SL. En abril de 1992 son capturados Peter Cárdenas Shulte y una decena de militantes próximos a las estructuras de dirección. En julio cae de manera fortuita, Víctor Polay; y en julio es intervenido el semanario Cambio y capturado un gran número de miembros de las estructuras de masas. En el caso de SL, el golpe fundamental y contundente fue el producido el 12 de setiembre de 1992 con la detención de Abimael Guzmán y otros miembros de su máxima dirección, lo cual fue seguido de nuevas capturas (Martha Huatay y otros) de cuadros claves .

Desde mediados de 1992, y durante dos años aproximadamente, se procedió a la captura masiva e indiscriminada de cuanto sospechoso se cruzara en el camino de las fuerzas represivas (lo que se multiplicó con la ley de arrepentimiento). Miles de gentes fueron encarceladas y sentenciadas a penas draconianas, en procesos sumarios y sin derecho a la defensa. La presunción de inocencia se transformó en presunción de culpabilidad, y el in dubio pro reo en in dubio pro societatis, y otras perlas por el estilo.

Pero el resultado de todo esto fue que, después de más de una década, la insurgencia armada en el Perú se había colocado a la defensiva, y el crecimiento se trocó en dispersión y hasta en desbande de sus fuerzas. Y aunque hacia mediados de la década de los noventa SL y el MRTA estaban aún con vida, su situación era agónica, aislados social y políticamente, desangrados orgánicamente, y tras la captura de Guzmán, Polay y los principales dirigentes de ambas organizaciones, el poder simbólico había sido demolido.

Esta situación resultó de dos procesos que coincidieron en el tiempo: primero —a mi juicio, lo principal— el agotamiento de ambos proyectos (SL y MRTA), victimas de las contradicciones y los conflictos internos inscritos en la naturaleza misma de estas organizaciones, en un contexto nacional e internacional cada vez más desfavorable; segundo, la generación de una voluntad política desde el Estado que se tradujo en estrategias más eficaces.

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“La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida. Toda esa confusión de actos, omisiones, o arrepentimientos y tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentra en la muerte, ya que no explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse con la nada, se esculpe y vuelve forma inmutable: ya que no cambiamos sino para desaparecer, nuestra muerte ilumina nuestra vida. Por eso, cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: “se la buscó”. Y es cierto, cada quien tiene la muerte que busca, la muerte que se hace. Muerte de cristiano o muerte de perro, son formas de morir que reflejan maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera, todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es intransferible como la vida. Si no morimos como vivimos es porque realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía, como no nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré quién eres”.
Octavio Paz, El laberinto de la soledad.


En esta sección quiero reseñar brevemente la trayectoria de tres compañeros representativos de la historia del MRTA, pues creo que ayudará a iluminar el itinerario de esta organización, su naturaleza y sus contradicciones. En tanto que sólo puedo recurrir a la memoria, bastante fragmentaria por cierto, podré dibujar apenas grandes trazos que espero sean suficientes para mostrar que nacimos de las entrañas mismas del pueblo y que hubo, entre quienes entregaron su vida a esta lucha, la humana generosidad de quien aspira a un mundo mejor. Me referiré a Rodrigo Gálvez García, a Ósler Panduro Rengifo y a Néstor Cerpa Cartolini.

Rodrigo Gálvez García fue el principal mando departamental de San Martín entre 1988 y su muerte en febrero de 1990, cuando tenía sólo 26 años. Había nacido en San Hilarión (provincia de Picota) en una familia de agricultores acomodados. Hizo sus estudios secundarios en Tarapoto y continuó luego en el Instituto Tecnológico de esta ciudad. En el colegio había participado activamente en las movilizaciones estudiantiles de apoyo a las huelgas del Sutep y fue uno de sus maestros quien lo reclutó a las filas del MIR a inicios de los ochenta. Dinámico, entusiasta y con un optimismo a toda prueba, el primer recuerdo que tengo de él es cuando hacia 1984 viajó a Lima por sus propios medios para participar en una escuela político-militar a la que no había sido convocado. Insistió hasta ser incluido en ella y destacó por su empeño, su disciplina y sus enormes ansias de aprender. Al regresar a su tierra se entregó plenamente a las tareas de organización y preparación del futuro Frente Nororiental.

Y aunque no participó en la primera campaña con la que apareció el destacamento guerrillero del MRTA, sin él esto no hubiera sido factible. Era un organizador nato, tenía a su cargo la logística y era quien se encargaba de proveer de combatientes a la guerrilla, conseguir casas de seguridad, depósitos, apoyo médico y todo cuanto hiciera falta. Cuando la ofensiva del Ejército de fines del 87 e inicios del 88 prácticamente desbarató la fuerza militar del MRTA, y cuando ya no estaban allí los dirigentes nacionales que habían salido por televisión, “Juancito”, bajo las órdenes de Ósler Panduro, fue el espíritu que mantuvo viva la organización, desarrollando una misteriosa ubicuidad que le permitía estar en muchos lugares, cargando sobre sí la reconstrucción, a pesar de los intentos escisionistas de “Darío” (un ex militante del MIR opuesto a la unidad con el MRTA). Un hombre orquesta que organizaba, orientaba el trabajo político y encabezaba acciones guerrilleras. A inicios de los noventa nuevamente estaba en pie una fuerza guerrillera digna de tal nombre. Decidieron entonces tomar por asalto el puesto policial de Picota. Luego de un arduo combate debieron replegarse sin lograr su objetivo y con un herido. Juan decide evacuarlo personalmente para que reciba atención médica; entonces, mientras transitaba por la “marginal”, lo interceptó una patrulla policial que abrió fuego y, sin saberlo, terminó con la vida del responsable del MRTA de San Martín. (Pero su historia no culmina aquí, pues tres años más tarde su compañera, Tania Cumapa Fasavi, también militante del MRTA, fue capturada por el Ejército y desaparecida).
Ósler Panduro Rengifo, a quien todos llamábamos afectuosamente Patrón, por su seriedad y la energía de su carácter, era el mando político-militar de toda la región oriental, de Amazonas a Loreto incluyendo San Martín y Ucayali. Miembro del Comité Central desde la unidad, fue incorporado a la dirección nacional en mérito a sus cualidades, que hicieron de la región a su cargo la más importante del MRTA.
Era maestro de profesión. Se convirtió en un importante dirigente del Sute, primero de su provincia y después llegó a formar parte del Comité Ejecutivo Nacional del Sutep durante la huelga magisterial de 1979. Dirigente también del Frente de Defensa de la Provincia de Coronel Portillo, estuvo al frente de las movilizaciones populares de Pucallpa. Miembro de la UDP y de Izquierda Unida, formó parte de un colectivo de compañeros que hizo posible la victoria electoral de Manuel Vásquez Valera, el primer alcalde socialista de Pucallpa, el año 1980.

Lo conocí en 1983 cuando el núcleo político del cual formaba parte, y que tenía sus raíces en el MIR, se integró al MIR-Voz Rebelde. Un año más tarde no dudó un segundo en aceptar la participación en una escuela político-militar en el exterior, luego de lo cual tendría que asumir cargos distintos de los que había tenido hasta entonces. Renunció al magisterio, dejó sus responsabilidades gremiales y tomó el mando político-militar de toda la región. Era enérgico, firme y parco, resuelto a la hora de tomar decisiones, pero sereno y maduro en sus evaluaciones. Detenido por la Dincote en 1985, fue sometido a torturas sin que le extrajeran una palabra; y debieron soltarlo. Su larga trayectoria como dirigente popular le dio una sensibilidad especial para todo lo que era el sentimiento y el ánimo de las masas. Su valor personal lo puso a prueba dirigiendo personalmente muchas acciones guerrilleras.

Se encontraba precisamente en un campamento cuando le sobrevino una pancreatitis. Se le trasladó de emergencia, pero llegó tarde a la sala de operaciones donde un paro cardiaco le causó la muerte. Fue una pérdida de enormes consecuencias, entre otras razones porque sucedió en fecha muy próxima al deceso de Juan, con lo que se cortó toda la experiencia y la madurez política que ambos encarnaron.

Néstor Cerpa Cartolini, sin duda la figura emblemática del MRTA, a tal punto que si bien puede debatirse la fecha de nacimiento de la organización, la fecha de defunción está claramente establecida: el 22 de abril de 1997, cuando fue retomada la residencia del embajador japonés en Lima, y aniquilado el comando emerretista.
Conocí a Cerpa a medidos de la década de los setenta, cuando se iniciaba en el sindicalismo y se integró como militante al MIR-Voz Rebelde. Formó parte de una promoción de cuadros obreros de mucha consecuencia e inquietudes políticas, entre los que destacaba Himigidio Huertas Loayza.

Cuando a fines de 1978 el empresario Antonio Musiris decidió aplicar un lock out con la finalidad de liquidar un sindicato incómodo, los trabajadores tomaron la fábrica en defensa de sus empleos. Néstor Cerpa era el secretario general del Sindicato de la Textil Cromotex, y junto con otros varios obreros miristas encabezaba la resistencia. El 4 de febrero de 1979 fue el ataque policial y el saldo fue de seis obreros muertos y decenas de heridos, de un lado, y del otro, un capitán de la policía fallecido. Detuvieron a más de medio centenar de trabajadores, los que fueron recluidos en la cárcel del Callao. Entre los fallecidos estaba nuestro mejor compañero, Hemegidio, a quien Cerpa rindió homenaje en la última acción de su vida, al ponerse su apellido como nombre de combate.

Esta experiencia de represión, muerte y cárcel lo marcó hondamente. Su primera determinación fue romper con el MIR, quizá porque esperaba mucho más de lo que podía ofrecer nuestra precaria organización de esos tiempos, siempre sin recursos y sin mayores aparatos. Esto generó un distanciamiento personal que nunca se superó, ni siquiera cuando años más tarde nos reencontramos en el MRTA unificado.
No tengo información precisa sobre el derrotero de Cerpa entre su salida de la cárcel del Callao y nuestro reencuentro en 1986. Sé que anduvo cercano a grupos radicales, que se vinculó a Raimundo Sanabria, lo cual hizo que por buen tiempo se considerara a Cerpa como senderista. Lo cierto es que ya a mediados de los ochenta era militante del MRTA y el único que había dado la cara públicamente por esta organización, cuando con otros compañeros ocupó por varios minutos el local del diario El Nacional, desmintiendo así que fuera militante del SL, como se especulaba.
El Cerpa que encontré en 1986 se había desarrollado mucho políticamente, se lo veía aplomado y seguro de sí, moviéndose con eficacia en la clandestinidad. Tenía una tenacidad que le permitía sobreponerse a las adversidades de la vida guerrillera, a pesar de una corpulencia lindante con la obesidad. Su coraje era indiscutible, lo mismo que su intransigencia; en el fondo nunca se sobrepuso a la concepción bipolar del clasismo. Creo que sentía por mí una instintiva desconfianza y quién sabe si antipatía, quizá porque no me consideraba lo suficientemente duro para ciertos avatares de la guerra, y posiblemente tuvo razón, porque yo para los combatientes pasaba por buen intelectual... aunque para los intelectuales sería un buen combatiente.

Cuando en febrero de 1989 Polay fue capturado en Huancayo, Cerpa se colocó al frente del MRTA. Y lo hizo con decisión, poniéndose a la altura de las circunstancias. La tendencia al crecimiento no sólo no se detuvo sino que se intensificó. Se resolvieron exitosamente problemas logísticos y económicos, pero sobre todo se culminó victoriosamente el túnel que permitó el rescate de los presos del penal Miguel Castro Castro. Desde el punto de vista operativo, Cerpa fue un administrador cauteloso y eficiente. Desde el punto de vista personal, un hombre íntegro y corajudo. Pero en lo político-ideológico era extremadamente rígido y con una enorme estrechez de miras. En 1990 fue la necesidad de la alianza con Cerpa lo que inhibió a Víctor Polay de hacer una propuesta política de diálogo-negociación, y en 1997 quedó atrapado en el discurso radical que había dado a sus combatientes, y el saldo final de su obcecación fue la muerte.

Tengo la impresión de que Cerpa se sintió atrapado en su laberinto y jugó todo lo que tenía, especialmente su propia vida, en una sola carta. Intentó una huida hacia delante forzando la coyuntura más allá de sus posibilidades, con el desenlace conocido .

Refiriéndose a Saint-Just y a Trotsky, Octavio Paz dice, en Hombres de Limo, algo que me parece absolutamente pertinente en este caso: “Incluso si me conmueve el carácter prometeico de su pretensión, no tengo más remedio que deplorar su ingenuidad y condenar su desmesura”.

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Si es cierto que a los insurgentes, como elementos desencadenantes de la guerra interna, les correspondían las principales responsabilidades en cuanto a proponer caminos de solución política al conflicto interno, tenemos que afirmar que esto era también responsabilidad del Estado y de la sociedad civil, que abdicaron de ello.
El único intento solitario y bastante aislado fue el de Javier Valle Riestra. Me viene a la mente la patética imagen del parlamentario dirigiendo un discurso a rugientes militantes senderistas que detrás de los muros de la prisión agitaban sus consignas. Tampoco supo elegir a sus interlocutores en el caso del MRTA. Pero Valle Riestra abandonó su vocación dialogante de mediados de los ochenta, y durante la toma de la residencia del embajador del Japón estuvo entre los “halcones” que propugnaban el ingreso a sangre y fuego, lo que le valió el premio de ser designado efímero premier del fujimontesinismo.

En México, la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el 1º de enero de 1994, con acciones armadas de cierta envergadura, con decenas de muertes de ambos lados, llevó a que el 12 de enero Carlos Salinas de Gortari anunciara un alto al fuego unilateral y nombrara como comisionado para la paz al destacado político Manuel Camacho. La iglesia católica de Chiapas tuvo un papel mediador en el conflicto y los zapatistas aceptaron la propuesta, iniciándose las conversaciones de paz. El 27 de enero se firmó el alto al fuego, se liberó a los prisioneros de ambas partes y se inició un proceso de negociaciones sobre una amplia agenda de reformas políticas, derechos indígenas y demandas sociales. Menos de un mes de lucha armada dio inicio a nueve años de negociaciones que aún continúan. El EZLN se convirtió en una guerrilla mediática y simbólica; sus armas son las proclamas del subcomandante Marcos.

Ciertamente el caso mexicano es singular, pero en general, en la inmensa mayoría de los procesos de violencia política en los que hubo soluciones negociadas, e incluso cuando no las hubo, una vez terminado el conflicto hubo de parte del poder gestos y medidas tendentes a reconciliarse con los vencidos. Así, Raúl Séndic, el líder de los Tumaparos uruguayo, fue liberado tras doce años de prisión, y sus militantes hoy forman parte del Frente Amplio; en Argentina, Eduardo Firmenich, el máximo jefe montonero, detenido en Brasil, pasó cinco años en prisión, fue liberado por el gobierno de Ménem y hoy es (según referencias periodísticas) un próspero abogado en Barcelona.

En el Perú, en cambio, al cabo de tantos años de concluido el conflicto , no existe en los dueños del poder ni entre la llamada sociedad civil sino animadversión, revanchismo y paranoia. Este es un asunto que, lo confieso, me continúa dejando perplejo. Es cierto que nosotros somos responsables de las consecuencias de nuestros actos, pero eso no lo explica todo y hace falta reflexionar más al respecto. A diferencia de la Argentina, por ejemplo, donde los montoneros eran en su mayoría miembros de las clases medias que se reconciliaron con su clase de procedencia luego de una aventura radical, en el Perú la insurgencia surgió de más abajo, no sólo económica y socialmente hablando, sino también racialmente. No hay muchos militantes del MRTA, y menos de SL, que tengan clases medias a las cuales reintegrarse .

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“Ciertamente que es feliz aquel que armoniza su proceder con la calidad de las circunstancias, y de la misma manera que es infeliz aquel cuyo proceder esta en discordancia con los tiempos”.
N. Maquiavelo “El Príncipe”


Si hay algo que explica la derrota abrumadora del MRTA, es precisamente esta “discordia con los tiempos” a la que se refiere Maquiavelo. Fuimos un proyecto tardío. Aparecimos en el preciso momento en que todos los factores, externos e internos, evolucionaban en contra, aunque a ritmos desiguales. Quedamos “colgados de la brocha” diría el humor popular, o como lo expresa el grafitti de cierta pared ecuatoriana: “Cuando teníamos todas las respuestas nos cambiaron las preguntas”.
Los cambios que dieron durante las dos últimas décadas del siglo XX en el mundo fueron tan veloces y de tal envergadura que no hubo posibilidad de procesarlos. La dinámica de los acontecimientos puso en encrucijadas que debían resolverse sobre la marcha, presionados por la urgencia de una coyuntura particularmente convulsa (las postrimerías del régimen aprista y los inicios del fujimorismo) y los rigores de la clandestinidad. Reseño estas nuevas realidades de fin de siglo.

Primero, mientras manteníamos la premisa del agotamiento y crisis final del imperialismo, las sociedades capitalistas avanzadas vivían un proceso de transformaciones de formidables consecuencias, esto es, la constitución del capitalismo global y la sociedad de la información.

Segundo, en tanto que el capitalismo se remozaba, la URSS y toda su órbita se derrumbó estrepitosamente, generando un mundo unipolar, alimentando el capitalismo global, demoliendo en el camino paradigmas y certezas. Desde su aparición, a mediados del siglo XIX, las fuerzas del socialismo no se enfrentaban a una circunstancia tan desfavorable, que ponía en tela de juicio su validez y razón de ser.

Tercero, la estrategia democratizadora y de defensa de los DDHH puesta en marcha por los EEUU desde fines de la década de 1970, como parte de su ofensiva contra la URSS, creó una inversión de roles; los antiguos adalides de la represión y propulsores de golpes de Estado y tiranías eran hoy abanderadas la tolerancia, la democracia y los DDHH, frente a revolucionarios intransigentes y desfasados, que terminaron alimentando las fuerzas oscuras del autoritarismo.

Cuarto, todo lo anterior favoreció la ofensiva ideológica neoliberal, que pudo imponer su reforma económica y convertirse en sentido común generalizado. El fracaso de los populismos alimentó esta tendencia.

Quinto, y finalmente, la derrota electoral del sandinismo nicaragüense (1990) y el término de los conflictos centroamericanos por la vía de la negociación política, dejó aisladas a las insurgencias armadas de Colombia y el Perú.
Y aunque todos estos acontecimientos fueron trascendentales, es en la dinámica interna donde se encuentran las claves de la derrota. Resumo lo que considero los grandes obstáculos que debimos enfrentar:

Primero, no valorar adecuadamente aquello que recalcara el “Che”: que la lucha armada no fructifica ahí donde se mantiene alguna forma de legalidad democrática. No fuimos excepción a esta regla. No pudimos conseguir a legitimidad política y la supremacía moral indispensables para evitar el aislamiento,.
Segundo, si al decir del Pablo Macera, SL pudo pero no quiso ser la expresión de la rebeldía andina (tesis discutible y discutida), con el MRTA sucedió ciertamente lo contrario: hubiésemos querido ser, pero no lo conseguimos, vanguardia de un alzamiento popular indígena. Salvo inserciones sociales focalizadas en algunos puntos de la selva, nuestro vínculo con las masas fue epitelial y no pudimos ir mucho más lejos de la pequeña burguesía urbana de la que procedíamos.
En tercer lugar, la ruptura y de la izquierda legal nos dejó moviéndonos en el vacío político. Pero hay más aún: hacia mediados de la década del 80, la posibilidad de la victoria electoral de IU en 1990 estaba en mis cálculos estratégicos (y no fui el único en barajar esta posibilidad, como se desprende del “Plan Verde” de los militares).
En cuarto lugar, está el factor SL, que tuvo la política de tensionar al máximo la coyuntura (especialmente desde 1991), forzando desenlaces estratégicos. Nos vimos arrastrados por esta dinámica.
En quinto lugar, los efectos disgregadores de una crisis económica prolongada (agudizada por la hiperinflación) y la ansiedad colectiva producida por la espiral de violencia, hizo surgir en la sociedad un anhelo de orden y paz, aunque esto se impusiera por la fuerza de un régimen autoritario: se abrió así el camino el autogolpe del 5 de abril.

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En Critica de las armas, Regis Debray, sostiene que un grupo revolucionario encierra dentro de sí, desde la partida, los factores que harán posible su victoria o su derrota (lo que ahora se llamaría “código genético”), aún cuando, es indudable que en la historia nada está dicho de antemano de manera categórica.

Con la perspectiva que da el tiempo veo claramente que no teníamos condiciones para vencer, pero así mismo estoy convencido de que el desenlace habido -una derrota en toda la línea- no era inevitable, que fueron posibles salidas intermedias, soluciones negociadas, que pudieron y debieron proponerse y trabajarse en los pocos momentos estelares que tuvo el MRTA. Hubo sin embargo desaciertos y vulnerabilidad que nos condujeron a la situación actual; a continuación enumero los que considero fueron estos:
En primer lugar, nunca se saldó cuentas con la unidad. Siguió pesando entre dirigentes y cuadros medios los cálculos y la desconfianza de las vertientes de origen. Chocaban, además, estilos y énfasis que no terminaron de armonizar. Pero la situación se agravó cuando, tras la fuga de 1990, el grupo de Polay decidió “tupacamarizar” al MRTA (como llamó en privado a su afán hegemónico). El MRTA se quebró por sus costuras
En segundo lugar, la rigidez ideológica de un sector de la dirección y las bases hizo que no pudieran aplicarse o adoptarse decisiones cruciales: 1) en 1987 las “bases” no permitieron que se aplicase la decisión de integrar el movimiento político que influíamos a la IU; 2) En 1990, tras la fuga, cuando los medios de comunicación nos abrieron espacios, Polay se inhibió de hacer pública su propuesta de negociaciones; 3) y durante la toma de la residencia del embajador japonés (diciembre del 96 a abril del 97), en lo que fue su última y decisiva oportunidad histórica por revertir la situación, Cerpa continuó aferrado al estrategismo, en lugar de plantear con claridad y sin ambigüedad una propuesta de paz.
En tercer lugar, una tendencia al protagonismo mediático, cierta tentación por la “cultura de lo efímero”, llevó a que los desarrollos político-militares no crearan raíces sólidas, careciendo de consistencia y continuidad en el tiempo. San Martín (1987), Junín (1989) y Jaén-Bagua (1992), fueron las muestras de una política que más que un incendio produjo luces intermitentes.
Finalmente, y esto es crucial, la negligencia y subestimación del adversario en lo referente a las medidas de seguridad, creó flancos débiles en los niveles dirección, que fueron capitalizados por los aparatos represivos en momentos cruciales. Este trajo consigo, además de evidentes problemas de conducción partidaria, desconfianza de las bases y áreas de influencia respecto a la solidez y viabilidad del proyecto. Si hubo algo que precipitó el masivo “arrepentimiento” de combatientes entre 1993 y 1994, sobre todo en el departamento de San Martín, fueron los golpes decisivos dados en la dirección regional y nacional. Esto, y la debilidad ideológica de los combatientes, llevó al desbande de una estructura militar de apreciable envergadura.

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Aunque para efectos de la guerra psicosocial, de la legislación e incluso de las consecuencias de algunas de nuestras acciones, las diferencias entre SL y el MRTA son irrelevantes, y ambas organizaciones han sido colocadas en el mismo cajón de sastre llamado terrorismo, un análisis sociológico y político serio tendría que establecer las distinciones, y no solamente en el marco conceptual sino en la forma en que ambos proyectos se plasmaron en la praxis histórica.

Lo primero es que tuvimos una política de alianzas, lo cual implica el reconocimiento de que existen otros con quienes era necesario conversar y concertar. Y no nos referimos sólo a los partidos de izquierda. No hay partido político que pueda acusar al MRTA de victimar ni hostilizar a sus militantes. Actos como el asesinato del jefe asháninka Alejandro Calderón merecieron duras evaluaciones y sanciones internas, además de la retirada de la zona para evitar una confrontación con la población justamente indignada, pero también azuzada por los militares. El MRTA buscó el fortalecimiento de las organizaciones sociales en general, y en aquellos lugares en los cuales actuamos, fue la represión del Estado la que se encargó de destruir la organización popular.

En segundo lugar, el MRTA tuvo claro desde el inicio la necesidad de ajustarnos a los convenios de Ginebra sobre la guerra y el derecho humanitario. Esto se manifestó en: 1) El uso del uniforme y distintivos que nos diferenciaran de la población civil a la que había que proteger de los alcances del conflicto; 2) el respeto a la vida y la integridad de los prisioneros y heridos en combate, como le consta, por ejemplo, a un ex jefe de la Dincote cuyo hijo, oficial de la policía, fue respetado y atendido luego de la toma de Juanjuí de 1987.

Y tercero, como consecuencia de lo anterior, en las zonas de influencia del MRTA nunca se formaron rondas u otras organizaciones de autodefensa campesina contrasubversivas. Y aunque la confrontación, desde el punto de vista militar, fue la más intensa, como puede acreditar cualquier jefe de las fuerzas armadas, las víctimas civiles son escasas y la responsabilidad de las mismas sólo excepcionalmente es atribuible al MRTA. En los pueblos donde incursionaron los destacamentos guerrilleros fueron recibidos con cordialidad, cuando no con alegría; eventualmente las poblaciones eran cautas y desconfiadas. Pero lo que nunca encontramos fue miedo o repudio. Los encuentros deportivos y hasta las fiestas formaron parte habitual del contacto con la gente.

Cuarto: como una reacción al mesianismo senderista, la unidad de las fuerzas que dio origen al MRTA puso énfasis en la dirección colectiva. Y fue precisamente la tentación caudillista lo que precipitó la crisis de la organización.

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Un punto recurrentemente mostrado como mancha en la trayectoria del MRTA es el de los secuestros; y éstos, sin duda injustificables, requieren al menos una explicación.

Los secuestros a empresarios estuvieron destinados a obtener fondos económicos, sin los cuales cualquier declaración sobre la lucha armada devenía retórica. Desde la década de los setenta, los secuestros fueron incorporados como medio de obtención de financiamiento. (Los Montoneros ostentan un récord de 64 millones de dólares por los hermanos Bunge Born), y el MRTA continuó esa corriente cuya justificación ideológica era que la misma burguesía debía financiar la revolución.

Este medio se implementó por dos razones muy prácticas; primero, ya los Estados que en otros tiempos habían apoyado movimientos guerrilleros con entrenamientos, armas y fondos, decepcionados de los resultados, habían cortado ese apoyo; y segundo, que la experiencia mostró que la única forma de ser autónomos era generar nuestros propios recursos formando nuestros cuadros y resolviendo los problemas logísticos con nuestros medios. Estos razonamientos pragmáticos e instrumentalistas llevan en su lógica interna efectos deshumanizadores que conducen a desenlaces como el del empresario minero asesinado. Hay medios que terminan desfigurando los fines.
Es difícil calcular el monto de los ingresos obtenidos por este y otros medios, pero no fueron tan abultados como se especula (al fin y al cabo, el Perú es un país atrasado) y siempre anduvieron a remolque de los gastos. Por lo demás, podrá acusársenos de cualquier cosa menos de haber tenido una vida dispendiosa.
Los secuestros políticos fueron más bien excepcionales. El parlamentario aprista Tafur en 1988, el parlamentario Gerardo López Quiroz en 1990, pero sobre todo la toma de la residencia del embajador japonés en Lima a fines del 86. En los dos primeros fueron retenciones que culminaron sin mayores incidentes en tiempo breve. En el tercero, se trató de una acción político-militar de formidables dimensiones, en la cual toda la parafernalia inicial y toda la presión psicológica que se ejerció para forzar una negociación, no estuvo acompañada de crueldad contra los retenidos, siendo un miembro del comando emerretista, Tito, el único herido en la acción. Aunque los testimonios han ido variándose en el tiempo, algo es indudable: el 22 de abril hubo miembros del comando emerretista que estuvieron en condiciones de tomar represalias contra los rehenes a inicios del combate y no lo hicieron; los motivos de esta decisión serán siempre discutibles, pero los hechos están ahí .

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No siempre el MRTA pudo actuar de acuerdo con los principios que habían pregonado. Los Robin Hood de los inicios fueron endureciéndose con los golpes de la guerra y la Ley del Talión fue una tentación demasiado poderosa. En 1987, José Córdova Vences, joven estudiante sanmarquino que había participado de un reparto de calzado, fue capturado por la policía y ya rendido recibió un balazo en el vientre al cual sobrevivió con suerte. En 1989, todos los compañeros del MRTA que participaron en el combate de Molinos fueron repasados luego del combate. No hubo ni sobrevivientes ni heridos. Algo parecido sucedió años más tarde en la residencia del embajador japonés, el 22 de abril de 1997.

Militantes torturados, lanzados de helicópteros en pleno vuelo o simplemente desaparecidos son también secuelas del conflicto. Las heridas también las tenemos nosotros.

Por cierto, no es la represión la causa de la derrota. Las revoluciones nunca han podido ser derrotadas por los más despiadados aparatos represivos cuando surgen desde abajo y son la explosión de una sociedad que salda cuentas con la historia. La eficiente y brutal Ojrana zarista no pudo con los bolcheviques y Estados Unidos salió de Vietnam de mala forma.

Es indudable que la Dincote tuvo un papel destacado en la acción represiva. Es evidente que el autogolpe del 5 de abril dio al Estado una voluntad política y coherencia a la acción contrainsurgente. Pero allí no está la clave de la derrota. El problema político es que el conflicto devino en una guerra entre aparatos, en la que era inevitable que venciera el aparato más poderoso: el Estado.

No es mi propósito hablar de los lados oscuros de la acción contrainsurgencia -y vaya si los hubo y de qué dimensión. “Hablen otros de sus vergüenzas, que yo hablo de la mía”, dijo alguien que no recuerdo, pero me parece pertinente citarlo .
Una peculiaridad del Perú, un hecho verdaderamente insólito es que haya quienes vean al ex jefe de la Dincote que estuvo en la captura de Abimael Guzmán como un héroe. Los jefes de las policías políticas suelen ser despreciados y en la mayoría de los casos olvidados. Aquí no. No voy a discutir sus méritos, que debe tenerlos, como tampoco los del Gein, que los tiene. Pero en éste, como en otros casos, las explicaciones estuvieron en nuestro campo.

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“Para ser libres hay que ser radicales, y para ser radicales hay que tener en cuenta que toda verdad absoluta es sospechosa y es riesgosa”.
José Saramago


El balance de mi experiencia y estos años de estudio y reflexión me han llevado a conclusiones que cuestionan profundamente los supuestos de la doctrina y las estrategias que nos lanzaron a la pelea hace más de tres décadas. Aprendimos, aunque el precio pagado por ello ha sido alto, y no sólo en términos personales. Expongo a continuación la síntesis de lo aprendido.

• Que las teorías son falibles. No hay doctrina ni verdad que lo abarque todo. Las verdades son diversas, parciales, contradictorias y provisionales. Admitir esto es la condición previa para la convivencia humana, sin que ello implique complicidad o resignación ante la injusticia y el abuso.
• Que la historia no tiene una direccionalidad, un curso fatal e inevitable. No hay etapas secuenciales que, como peldaños de una escalera, nos permiten ascender hacia un mundo feliz. No existe una clase portadora del futuro, capaz de reorganizar el mundo a su imagen y semejanza. Lo que hay son intereses contradictorios de fuerzas sociales que, al desplegarse, producen tensiones y rupturas que pueden llevar a avances y retrocesos. Y en este territorio conflictivo se abre el espacio para la utopía, que es el plus de realidad que hace posible la lucha por un destino mejor.
• Que las revoluciones son excepciones de la historia y no leyes ineluctables del cambio social. Son el resultado de una singular e irrepetible combinación de circunstancias y contradicciones que llevan a la irrupción violenta de las masas explotadas y oprimidas que reclaman su lugar en el mundo. Sus ondas expansivas alteran la historia de ese pueblo y la de los aledaños, sin que ello los convierta en acontecimientos exportables o repetibles. No se las fabrica, y menos aún se las impone desde arriba y desde afuera por vanguardias autoproclamadas.
• Que exacerbar los conflictos sociales a través del ejercicio de la violencia sistemática, esto es, intentar transformar la sociedad mediante la lucha armada, abre el camino de procesos impredecibles, muchas veces perversos y contradictorios con los ideales enarbolados. Una vez puesta en marcha la maquinaria de la guerra, sus engranajes pueden escapar al control y adquirir vida propia, estableciendo su propia lógica e intereses. Esto es particularmente importante a tener en cuenta en países fragmentados y diversos como el nuestro, donde se corre el riesgo de desencadenar conflagraciones múltiples que profundicen los desgarramientos y nos conviertan en una sociedad inviable. No quiero dejar la falsa impresión de mi conversión a una suerte de gandhismo, pues creo que la historia muestra que la violencia suele ser un recurso extremo para situaciones extremas.
• Que el voluntarismo vanguardista, la formación de grupos autoproclamados dirigentes y/o portadores de la “conciencia de clase” o de la “línea correcta”, es no sólo falaz sino peligroso cuando estos grupos se alzan en armas. La tesis de Franz Fanon sobre el carácter aleccionador y purificador de la violencia es cuestionable por decir lo menos. Los grupos armados no sólo son susceptibles de los mismos defectos que todos los proyectos políticos (caudillismo, oportunismo, arribismo, etcétera) sino el ejercicio del poder sobre la vida y la muerte que da el uso del arma puede hacer aflorar las pulsiones perversas de personas emocional o políticamente inmaduras. Esto se agrava porque las características de verticalidad, compartimentación y clandestinaje no brindan las condiciones necesarias para el control y la fiscalización.
• Que es plenamente válido lo sostenido por Cioran respecto a que si bien en todas las circunstancias debíamos estar del lado de los oprimidos, no debíamos perder de vista que están hechos del mismo barro que los opresores. No existe “la clase”, “el pueblo” ni “los pobres” en abstracto. Existen pueblos, clases y pobres en concreto, moldeados por su historia y su cultura, con sus potencialidades y limitaciones. Ni idealizables ni vituperables. Y esas gentes de carne y hueso tienen que hacer y vivir su propia historia y no hacerlo nosotros en su nombre.

EPÍLOGO
Finalizo estas líneas que no han sido fáciles de escribir, pues en ellas no sólo se resume el balance de una derrota sino la comprobación de que la historia, siempre esquiva, marchó por otro lado y no por donde lo preveía nuestra visión simplificada del mundo y nuestras impaciencias.

No reniego de mi pasado ni de mis sueños. Hice lo que creí que había que hacer y hoy asumo las consecuencias de mis actos, serenamente, sin dramatismo. Emprendimos una guerra y, como dijo el general Mac Arthur, en las guerras no hay sustituto para la victoria.

Joaquín Sabina se define como un marxista... pero de la tendencia de Groucho Marx. Por mi parte, menos hereje e irreverente, diría que soy ahora un marxista a mitad de camino entre don Carlos y don Groucho.
Cajamarca, abril del 2003.

Vosotros, que surgiréis del marasmo
En el que nosotros nos hemos hundido,
Cuando habléis de nuestras debilidades
Pensad también en los tiempos sombríos
De los que os habéis escapado.

Cambiábamos de país como de zapatos
A través de guerras de clases y nos desesperábamos
Donde sólo había injusticia y nadie se alzaba contra ella.

Y sin embargo, sabíamos
Que también el odio contra la bajeza
Desfigura la cara.
También la ira contra la injusticia
Pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,
Que queríamos preparar el camino para la amabilidad,
No pudimos ser amables.
Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
En que el hombre sea amigo del hombre,
Pensad en nosotros
Con indulgencia.


Bertolt Brecht, “A los hombres futuros”

III. Los puntos sobre las íes

INFORME CVR (PERÚ): UN BALANCE DE PARTE

“No, Aureliano —replicó—. Vale más estar muerto que verte convertido en chafarote.
No me verás —dijo el coronel Aureliano Buendía—. Ponte los zapatos y ayúdame a terminar con esta guerra de mierda.
Al decirlo, no imaginaba que era más fácil comenzar una guerra que terminarla. Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las rebeliones de sus propios oficiales, que se resistían a feriar la victoria, y terminó apoyándose en fuerzas enemigas para acabar de someterlas”.
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad



INTRODUCCIÓN

Tras casi dos años de labor, el 28 de agosto del 2003 la Comisión de la Verdad y Reconciliación presentó al país su Informe Final. Una extensa investigación, plasmada en miles de páginas, que constituye el más amplio, acucioso y serio enjuiciamiento de las dos décadas de la violencia política producida en el Perú a fines del siglo veinte.

Más allá de desacuerdos e insuficiencias, lo primero que cabe decir es que se trata de un documento valioso y esclarecedor, imposible de leer sin quedar profundamente conmovido e interpelado, especialmente si, como el suscrito, se han tenido responsabilidades en los acontecimientos de los que allí se da cuenta. No sólo da una idea de la magnitud y la dureza del conflicto, sino también —y sobre todo— pone de manifiesto el país que somos, sus dramas y desgarramientos, que la violencia política exacerbó y sacó a flote.

Una segunda constatación es que, luego de una virulenta campaña contra la CVR en los meses previos a la presentación del Informe y tras una apasionada e intensa discusión durante los días inmediatamente posteriores, apenas a medio año de su difusión, este documento crucial ha sido relegado. Era previsible, porque la cortedad de miras y el vivir de espaldas al país es un rasgo característico de nuestras clases dirigentes, y porque a la mayoría de los actores políticos lo que les preocupaba era cómo las conclusiones de la CVR afectarían sus posibilidades electorales y sus pequeñas ambiciones.

Esto, sin embargo, tiene una ventaja: atrás el escándalo y el protagonismo mediático, terminado el ruido y el parloteo insustancial pero interesado, permanece vigente la preocupación por una reflexión seria y serena, que alimente sobre todo a quienes, en las nuevas generaciones, no se resignan a un orden injusto y opresor, y aspiran encontrar nuevas vías por las cuales encauzar esperanzas y rebeldías. Los usufructuarios de la riqueza y el poder, autocomplacientes en su victoria, creen que sólo se trata de voltear la página, de enterrar lo sucedido y de continuar maquillando una realidad insumisa y paradójica.

Las líneas que siguen han sido escritas sin haber tenido acceso a la totalidad del voluminoso Informe presentado por la CVR. Conozco sus 171 Conclusiones Generales, los cinco fascículos llamados “de síntesis y divulgación” (difundidos por medios de comunicación impresos), los discursos de su presidente, Salomón Lerner —el de Palacio y el de la Plaza de Armas de Huamanga—, y de manera fragmentada algunos desarrollos más específicos, sobre todo los referidos al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Pese a estas limitaciones, me aventuro a hacer el análisis de ciertos aspectos que me parecen cruciales y a señalar atingencias pertinentes desde mi particular punto de vista. Abordar el conjunto del Informe requeriría, antes que nada, el acceso a su totalidad; pero también más tiempo y un trabajo de equipo, condiciones que, por razones obvias, está fuera de mi alcance conseguirlas. Creo, sin embargo, que a los habitantes del “país de las sombras” también nos toca decir nuestra palabra. Por eso incursiono en esta empresa.

1. LOS COMPLEJOS CAMINOS DE LA VERDAD

Encontrar y decir la verdad es siempre una tarea espinosa; y lo es más si de por medio hay intereses y pasiones prontas a estallar cuando se siente que ciertas valoraciones y cierto sentido común pretenden ser cuestionados, con todos los riesgos que ello implica. Así, por ejemplo, que la CVR llamara ‘partido político’ al Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL) causó un escándalo mayúsculo y llevó a que se profirieran disparates de todo calibre, al punto de que Salomón Lerner, presidente de la CVR, debió ir al Parlamento a instruir en el abc de la política.

La CVR nace en una coyuntura peculiar, favorecida por el desmoronamiento de un régimen autoritario y corrupto con el que las Fuerzas Armadas (FFAA) habían unido su suerte. El Gobierno de Transición, y particularmente su ministro de Justicia, Diego García Sayán, dio un paso audaz al crear un organismo como la Comisión de la Verdad, que si bien era un reclamo de la comunidad de personas relacionadas con el trabajo sobre derechos humanos (de los ámbitos nacional e internacional), no aparecía como una demanda de sector social ni político alguno en el país. Es más: los grupos de poder económico y político —amén de las FFAA— preferían que el tema se mantuviera cerrado y que la vuelta de página fuera irreversible.

Las presiones sobre la CVR han sido fuertes, y todas desde el mismo campo. Sus integrantes fueron acusados de prosenderistas, de intentar reabrir las heridas, de ganar suculentos sueldos, etcétera. Como era previsible, los efectos de la campaña dieron frutos, aunque probablemente no de la magnitud que esperaban sus promotores. Lo más resaltante, en cuanto a esto, es que no hubo prácticamente ninguna propuesta tendiente a incorporar a los ex insurgentes en un proyecto de reconciliación nacional.

José Carlos Mariátegui escribió alguna vez sobre el carácter revolucionario y subversivo de la verdad. Trascender las apariencias y ahondar en la naturaleza de las cosas, en sus conflictos y en su historicidad, es una de las premisas del marxismo. Sin embargo, en el conflicto social, la verdad y la mentira tienen una trama particularmente compleja; no sólo porque están en juego subjetividades, sino porque la mentira y la desinformación son, por un lado, armas de guerra psicosocial y, por otro lado, mecanismos defensivos y de resistencia de los oprimidos, de los más débiles frente a los opresores y más fuertes.

Durante estos años he podido escuchar (o enterarme de) los alegatos de muchísima gente proclamando su inocencia o afirmando haber sido presionada para hacer tal o cual cosa; y aún me resulta inevitable preguntarme cuántas de estas conmovedoras declaraciones eran ciertas y cuántas eran, más bien, un recurso defensivo.

Pero hay más que eso: el mismo desenlace del conflicto —y la correlación de fuerzas establecida al final de éste— lleva a que, para mucha gente, decir su verdad siga siendo riesgoso —cuando no inútil—, pues sienten que declarar contra los vencedores no los conducirá a lugar alguno. En todo caso, siempre será menos complicado denunciar a los vencidos, quienes, ya inermes, no representan mayor peligro. Por lo menos así lo entendieron los pobladores del pueblo joven Raucana, tal como lo registra el propio Informe de la CVR:

«Debemos remarcar que ningún poblador o dirigente quiso decir los nombres de los oficiales que habían estado destacados en ese lugar» (p. 45)

«Cuando les pedíamos que los identificaran por su nombre, nos manifestaban su miedo a que se llegara a saber que los habían señalado y también las represalias que se podían tomar contra ellos» (Nota 17, p. 455, punto 2.14: Raucana. Un intento de comité político abierto).

La violencia política concluyó; la subversión ya no existe; pero los pobladores de Raucana (como, con seguridad, los de tantos otros escenarios de la violencia) saben que los aparatos represivos del Estado siguen estando ahí. Como es natural, ellos optan por la cautela y el silencio.

En ciertos pueblos del departamento de San Martín, campesinos que habían apoyado lealmente al MRTA hasta casi finales del conflicto (años 1993-1994) se pusieron al frente de las organizaciones antisubversivas auspiciadas por el ejército. Cuando hubo oportunidad de dialogar con algunos de ellos, lo explicaban de una manera sencilla: el MRTA había desaparecido de la región, fuese porque se replegó hacia otras zonas o porque hubo masivos “arrepentimientos”; ellos, en cambio, debían permanecer allí donde estaban sus tierras, sus casas y sus familias. Por lo tanto, la única forma de protegerse fue plegarse a la voluntad de los militares —que sospechaban de ellos—, para quienes estos gestos de lealtad eran decisivos. ¿Cuál sería la verdad de estos campesinos si tuvieran las garantías necesarias para decirla en voz alta?

No pretendo cuestionar la validez del Informe sino problematizarlo, considerando que una tarea aparentemente sencilla como el recojo de información —insumo fundamental del análisis— es en realidad un territorio minado y conflictivo.
2. LA MAGNITUD DEL CONFLICTO

“La CVR ha constatado que el conflicto armado interno que vivió el Perú entre 1980 y el 2000 constituyó el episodio de violencia más intenso, más extenso y más prolongado de la historia de la República”. Con esta afirmación rotunda comienzan las 171 Conclusiones Generales del Informe de la CVR. Acompañan este aserto un conjunto de cifras que lo sustentan y que dan cuenta de que estamos ante un hecho mayor y decisivo de nuestra historia; y que además, como lo señala la propia CVR, sacó a relucir “brechas y desencuentros profundos y dolorosos de la sociedad peruana”.

Una primera conclusión de esto es que el conflicto no hubiera adquirido tamañas proporciones si no hubiese existido abundante “material inflamable”, resultado no sólo de la pesada herencia colonial que se traduce en racismo y exclusiones, sino también del fracaso de los proyectos de modernización implementados por la burguesía desde mediados del siglo pasado.

De las cifras presentadas, la más notable es la de las 69.260 personas víctimas mortales, que duplica todos los estimados anteriores y que algunos han querido cuestionar aduciendo una manipulación destinada a sobredimensionar la magnitud de la guerra interna y las responsabilidades que en ella habrían tenido las fuerzas del orden. Estas acusaciones, sin embargo, se han ido desmoronando.

Pero el dato más sorprendente —al menos para quienes, como yo, teníamos cierta valoración de las fuerzas enfrentadas y creíamos que los patrones se ajustarían a lo sucedido en otros países de América Latina que pasaron por experiencias similares—, es que al PCP-SL se le atribuye 54% de las muertes, mientras que las atribuidas a las fuerzas del orden y los paramilitares suman 44,5%. A no dudarlo, esta es una de las claves que explican la magnitud de la derrota y del aislamiento político posterior. Lo más dramático y desgarrador, sin embargo, es que las víctimas se encuentran mayoritariamente entre la población indígena y nativa, cuyos intereses aspirábamos representar.

En el capítulo sobre cárceles (punto 2.22, p. 697) se sostiene que unas 20 mil personas habrían pasado por las prisiones durante las dos décadas, permaneciendo en ellas aún más de 1.500 internos. Y aunque habría que deducir los centenares de muertos en los motines (1985, 1986 y 1992), la cifra es digna de tomarse en cuenta: se trata del más claro indicador de la fuerza que lograron constituir los alzados en armas, especialmente el PCP-SL. Y si, como bien se señala en el citado capítulo, las cárceles fueron también centros de acción política alrededor de los cuales se movilizaron varios miles de personas, estamos hablando de procesos de notable envergadura.

En el documento 3 de la CVR (de resumen del Informe Final), ésta sindica al PCP-SL como el mayor perpetrador de torturas, pero no señala cifras. En cambio, las denuncias recibidas contra las fuerzas del orden y los paramilitares llegan a 4.828, de las cuales 4.625 sindican a agentes del Estado. Aquí quiero hacer una digresión a partir de mi experiencia personal en diversas prisiones, y de haber hablado con muchísimos presos: casi no conozco personas que hayan transitado por las cárceles sin haber sufrido algún tipo de tortura, por lo que las 4.828 denuncias recibidas por la CVR no parecen reflejar la magnitud de la responsabilidad de las fuerzas del orden en este terreno.

El mismo documento 3 señala que 83% de las denuncias de violación sexual contra mujeres son atribuibles a fuerzas del orden, en tanto que 13% se le imputan a los subversivos. Llama la atención que, en este caso, nos encontremos ante un indicador que va contra las demás tendencias. Muerte, tortura y violación suelen presentarse asociados, como parte del ejercicio abusivo del poder; pero aquí tenemos un caso atípico.

Respecto a las ejecuciones extrajudiciales, la CVR (Documento 3, Informe Final) atribuye al PCP-SL 11.021 ejecuciones y a las fuerzas del orden 4.423. En lo que atañe a las desapariciones, se responsabiliza al PCP-SL de la desaparición de 1.543 personas, mientras que las producidas por las fuerzas del orden serían 2.911 .

Los desplazados suman alrededor de medio millón de personas, 70% aproximadamente procedentes de las áreas rurales, en especial de los departamentos de Ayacucho, Huancavelica y Apurímac. Ésta es, sin duda, una de las graves secuelas del conflicto. Lamentablemente el Documento 3 (pp. 8 y 9), que trata este tema, no da mayores luces sobre las responsabilidades concretas de los actores de la violencia, salvo enunciados generales. En todo caso, es imposible estar de acuerdo con la afirmación de la CVR respecto a que el MRTA “[...] también es responsable de haber contribuido, en ciertos lugares de la Amazonía, al clima de terror que provocó el desplazamiento interno de la población civil”. La cuestión a determinar es de qué forma y en qué proporción. Es decir, no nos dice el Documento 3 de la CVR si fueron las acciones del MRTA las que causaron los desplazamientos, o si fue más bien la represión sobre el MRTA lo que los produjo.

Otra afirmación a la que no encuentro sustento en cifras de denuncias es la referida al reclutamiento forzado de niños. El Documento 3 (p. 12) afirma: “En cuanto al MRTA, el reclutamiento forzado de niños se concentró en las zonas de Ayacucho, San Martín, Junín y Ucayali”. Sobre esto debo decir que no fue política del MRTA el reclutamiento forzado de nadie, y menos aún de niños, por lo que esta acusación es sorprendente. Tendría que conocer más a fondo las fuentes en las que se basó la CVR para hacer esta imputación a fin de pronunciarme en detalle sobre la misma; pero la forma en que es presentada hace ver como una práctica generalizada lo que pudo ser (subrayo el condicional) un hecho más bien excepcional.

Estos datos —y otros que no menciono para no extenderme demasiado— llevan a la CVR a una de las conclusiones centrales de su Informe: “Para la CVR, el PCP-SL fue el principal perpetrador de crímenes y violaciones de los derechos humanos [...]”. Tamaña acusación tendrá que ser respondida por el propio PCP-SL; pero su significado va más allá de esta organización y compromete también al MRTA, que aparece de manera marginal en esta estadística pero que suele ser considerado en el mismo paquete aun cuando la CVR hace importantes distinciones.

Otra conclusión del Informe de la CVR es que teoría de los “excesos” que habrían cometido las fuerzas contrainsurgentes es un mero eufemismo. Más de 30 mil muertos (el 44,5% que les atribuye la CVR) es una cifra demasiado alta para ser considerada un ‘exceso’. Por eso, las Conclusiones 54 y 55 señalan que “Las FFAA aplicaron una estrategia que en primer período fue de represión indiscriminada” y, además, que “[...] en ciertos momentos y lugares del conflicto, la actuación de miembros de las FFAA no sólo involucró algunos excesos individuales de oficiales o personal de tropa sino también prácticas generalizadas y/o sistemáticas de violación de los derechos humanos que constituyen crímenes de lesa humanidad así como transgresiones de normas del Derecho Internacional Humanitario”.

En el libro Ojo por ojo del periodista Humberto Jara se reproduce un extenso fragmento de un documento alcanzado por el ex integrante del grupo paramilitar “Colina”, Carlos Pichilingue Guevara, en el cual da cuenta de una reunión sostenida por todo el alto mando del Ejército en el “Pentagonito”, un miércoles del mes de junio de 1991. En esa oportunidad, según Pichilingue, todos los generales asistentes (cuyos nombres son detallados) adoptaron la decisión unánime de llevar adelante una “guerra de baja intensidad”. Estos lineamientos estratégicos se tradujeron al poco tiempo en los operativos de La Cantuta y Barrios Altos. Con toda razón estos oficiales de mediana gradación (los mayores Pichilingue Guevara y Martín Rivas) rechazan que se los quiera juzgar individualmente por lo que fue una política institucional dictada por el alto mando. Entonces, como se dice en la jerga jurídica, “a confesión de parte, relevo de pruebas”.


3. EL INICIO DEL CONFLICTO COMO ACTO DE VOLUNTAD

En el punto 12 de sus Conclusiones Generales, la CVR sostiene que “La causa inmediata y fundamental del desencadenamiento del conflicto interno fue la decisión del PCP-SL de iniciar la lucha armada contra el Estado peruano, a contracorriente de la abrumadora mayoría de peruanos y peruanas y en momentos en que se restauraba la democracia a través de elecciones libres”.

Si bien esta afirmación de la CVR es válida en términos generales, no encontramos en el Informe dos cuestiones fundamentales: a) ¿Qué acontecimientos históricos y qué procesos ideológicos y políticos fueron los que, en determinada circunstancia, llevaron a ciertos grupos de peruanos a levantarse en armas contra determinado orden económico-social?; y b) ¿Qué hizo posible que esta insurgencia —en modo alguno la primera de nuestra historia— adquiriera la envergadura de la que dan cuenta los miles de páginas del Informe?

Si alzarse en armas fue un acto de voluntad, no creo que pueda sostenerse con el mismo énfasis que fue una decisión arbitraria, insólita e impredecible.

Este acontecimiento no puede entenderse al margen de las transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales producidas en el Perú desde mediados del siglo veinte; sin tomar en cuenta el fracaso sucesivo de los proyectos de modernización; sin considerar las grandes y combativas luchas populares; pero sobre todo, sin referirse a la expansión y la radicalización de la emergente izquierda marxista, proceso iniciado desde los años sesenta y acelerado en la década de los setenta del siglo pasado.

Por eso, cuando se afirma con tanto énfasis que el PCP-SL inició la lucha armada “[...] a contracorriente de la inmensa mayoría de peruanos [...]”, tengo la impresión de que se están refiriendo a la realidad de los años noventa antes que a la de comienzos de los ochenta, época respecto a la cual esa afirmación tendría que ser menos categórica y más matizada. Vale la pena recordar tres circunstancias:

a) El candidato largamente más votado de la izquierda en 1978 fue Hugo Blanco, quien, con su leyenda de guerrillero y luchador campesino y con un planteamiento intransigentemente radical (“Sin patrones ni generales”), supo sintonizar mejor con los estados de ánimo del pueblo más combativo y, curiosamente, menos organizado políticamente (el Partido Comunista Peruano-Unidad o la Unidad Democrático- Popular organizaciones políticas de izquierda que participaron en ese mismo proceso, eran más estructuradas que el Partido Revolucionario de los Trabajadores, de Blanco);

b) La corriente abstencionista de la izquierda, aquélla que rechazaba la participación en las elecciones en nombre de la acción directa (“La lucha es el camino, y no las elecciones”), fue numerosa e influyente; y aunque el viraje de Patria Roja hacia la constitución del UNIR y la participación electoral aisló al PCP-SL, no puede obviarse que dejó una amplia estela de militantes y activistas radicalizados, e incluso algunos grupos quizá poco numerosos pero en absoluto irrelevantes (Pukallacta, Estrella Roja, Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR)-Victoria Navarro, etcétera.

c) La amplísima mayoría de quienes nos decidimos por la participación electoral hacia fines de 1977 y hasta avanzados los ochenta, lo hicimos en términos tácticos —para “usar los resquicios democráticos”, en la jerga de la época— y acumular fuerzas para la revolución.

Por eso, cuando la CVR dice en el punto 108 que “[...] un deslinde ideológico insuficiente y en muchos casos tardío colocó a la mayoría de partidos miembros de la IU [Izquierda Unida] en una situación ambigua frente a las acciones del PCP-SL y más aún del MRTA”, no nos está dando las razones de esa ambigüedad. Y es que sin duda era muy difícil para los partidos mayoritarios de la IU renegar de sus orígenes y abdicar de las banderas con las cuales habían surgido en los años sesenta, y renunciar a la radicalidad político-ideológica que les permitió crecer durante dos décadas.

Los troncos de la ramificada izquierda (el MIR, Vanguardia Revolucionaria y el PCP-Patria Roja) nacieron con un proyecto estratégico de lucha armada, al que no renunciarían sino hasta avanzada la década de 1980, y no de manera homogénea y sin conflictos. Hasta el PCP-Unidad, con una línea histórica de moderación y ajeno a las veleidades insurreccionales, incubó un núcleo de militantes que, tras formar las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), terminaron integrándose al MRTA.

Lo que pasó con la izquierda revolucionaria de los años setenta tiene un claro antecedente con lo sucedido en el APRA, cuando enarbolaban un discurso revolucionario. Así, la impugnación de los resultados electorales de 1931 y un ambiguo llamado a la resistencia desencadenaron la insurrección de Trujillo de 1932, a la que le sucedería una saga de intentos insurgentes que terminaron el 3 de octubre de 1948, cuando se sublevaron los marineros apristas en el Callao como parte de un abortado plan insurreccional contra el régimen de Bustamante y Rivero. Pero fue el definitivo viraje a la derecha del APRA y su alianza con el más conspicuo representante de la oligarquía, Manuel Prado Ugarteche, lo que produjo la más amplia escisión de ese partido: una tendencia de jóvenes dirigentes y cuadros encabezados por Luis de la Puente Uceda formó el APRA Rebelde, retomando los principios revolucionarios de los orígenes de esta organización. Este grupo tuvo decantaciones y redefiniciones hasta convertirse en el MIR que hiciera la lucha armada en 1965; allí se sitúan las raíces últimas del MRTA.

Un ejemplo inverso de esta “inercia” es la ruptura del PCP-SL cuando Abimael Guzmán decidió el viraje hacia las negociaciones políticas para un acuerdo de paz, cosa que había repudiado unos pocos años antes en la llamada “entrevista del siglo”. Entonces descubrió Guzmán, como algunos de nosotros antes, que es más fácil iniciar una guerra que terminarla. En su enfrentamiento con la fracción acuerdista, los militantes de “proseguir” esgrimen los antiguos argumentos de la línea histórica del PCP-SL. Hay, pues, un conflicto entre el “Presidente Gonzalo” y el “Doctor Guzmán”: el primero es estratega de la guerra; el segundo, un apóstol de la paz.

Si esta “inercia” se presentó en organizaciones tan cohesionadas en torno a ideología y liderazgo como lo fueron el APRA y el PCP-SL, ¿qué podía esperarse de esa alianza diversa de liderazgos encontrados que era la IU?

La columna vertebral de la IU la constituían la UDP, el UNIR y el PCP-Unidad. Las dos primeras, corrientes de la izquierda radical nacida en la década de 1960; la tercera, la más antigua organización de esta tendencia. La tres, aunque de trayectorias diferentes, tenían el común denominador del marxismo-leninismo, que no abandonarían hasta fines de la década de 1980 .

Precisamente, el marxismo es una ideología esencialmente subversiva (“Los filósofos no han hecho otra cosa que interpretar el mundo; de lo que se trata es de transformarlo”, reza la tesis XI sobre Feuerbach, de Karl Marx). Esta vocación transformadora hizo del marxismo la expresión de esperanzas y rebeldías populares durante un siglo y medio. Aunque la difusión del marxismo —o, mejor, de los marxismos— se dio en sus versiones vulgarizadas y simplificadas, esto lo hizo más eficaz como instrumento de batalla.

En su libro Después de la guerra (Ed. Altazar, 2000), Alberto Benavides Ganoza ofrece un testimonio de su experiencia universitaria de fines de los años sesenta:

«Me consta que el marxismo fue asumido por algunos miembros de mi generación como quien adquiere un martillo. La doctrina era un instrumento. A las filas del marxismo fueron muchos de los más honestos y serios. Fue y podría seguir siendo un fácil canal para la rabia. A veces uno mismo quisiera ser marxista.»

Rabia acumulada por injusticias y exclusiones seculares; una negativa radical a hacerse cómplice o partícipe de determinadas formas de organizar el poder y distribuir la riqueza. José María Arguedas intuyó los tiempos que se aproximaban cuando las primeras nubes se cargaban en el horizonte. El 22 de octubre de 1969 escribió, en su “¿Último diario?”, estas premonitorias líneas:

«Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y en lo que él representa. Se cierra el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los ‘fúnebres alzamientos’, del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes, se abre el de la luz y el de la fuerza liberadora invencible del pueblo de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador. Aquél que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin.» (El zorro de arriba y el zorro de abajo)

El “socialismo amable” que un sector de la izquierda comenzó a proponer durante la primera mitad de la década de 1980 —que se encarnaba en la figura de Alfonso Barrantes—, iba, pues, a contrapelo de las tradiciones, la experiencia y las concepciones político-ideológicas de la “nueva izquierda” e incluso de las ideas mariateguistas.

Ya José Carlos Mariátegui y su amigo César Falcón, en 1919, habían tomado temprana distancia de lo que llamaría después el “socialismo domesticado”, cuando se separan del proyecto socialista de Alberto Ulloa y Víctor Maúrtua, para identificarse con las experiencias combativas del naciente proletariado peruano y los vientos que traía la victoriosa revolución de octubre de 1917.

Personajes como Luis de la Puente, Héctor Cordero y Ricardo Napurí rompieron con el APRA entre 1948 y 1956, cuestionando su viraje hacia la derecha y reivindicando su pasado revolucionario, para convertirse al marxismo y participar en la formación del MIR y en la lucha guerrillera. Ricardo Napurí, uno de los líderes históricos del trotskismo peruano, estuvo luego entre los fundadores de Vanguardia Revolucionaria, con Ricardo Letts, quien saldría de las filas de Acción Popular convencido de las limitaciones e inconsecuencias de ese partido, que se mostraba incapaz de llevar adelante el programa de modernización con el cual había ganado las elecciones de 1963.

La ruptura del Partido Comunista entre el PCP-Unidad, alineado con la antigua Unión Soviética (a quienes se motejó de ‘revisionistas’) y el PCP-Bandera Roja (maoístas) tuvo como punto medular la cuestión de la revolución y la lucha armada. Y fue la segunda corriente la que, con sus propuestas radicales y su orientación combativa, ganó predicamento e influencia entre los sectores estudiantiles, primero, y en el conjunto del movimiento popular, después.

Cualquiera que mire con cierta objetividad el proceso social, político e ideológico del campo popular durante el siglo veinte, desde el anarcosindicalismo hasta las izquierdas de los setenta, pasando por el socialismo mariateguista y el aprismo, se dará perfecta cuenta de que dicho proceso estuvo marcado por la radicalidad; y que cada intento de las fuerzas contrarias al orden vigente de institucionalizarse en él, produjo inevitablemente desprendimientos por la izquierda de quienes, retomando las banderas originales, terminaron empujando el proceso político por nuevos e impredecibles cauces. Sucedió con el APRA en los años cincuenta; con el PCP en los sesenta; con la Nueva Izquierda en los setenta; y, finalmente, con el mismo PCP-SL en los noventa.

Tiene razón José Luis Rénique al referirse a las tradiciones del “pensamiento radical” (La voluntad encarcelada, Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2003). Pero esto no se produce en el aire sino que forma parte y se nutre de aquello que Alberto Flores Galindo denominó, siguiendo a Arguedas, “el Perú hirviente de estos días”; es decir, de la tremenda conflictividad social, cuyo fundamento está en el hecho de que el “cholo barato” sigue siendo la principal fuente de ganancias.


4. LA REBELIÓN ¿SE JUSTIFICABA?

Hacia fines de la década de 1960, Mario Vargas Llosa hizo formular a un personaje de Conversación en La Catedral una de las frases más socorridas de las últimas décadas del siglo veinte: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. La idea del Perú como un país jodido, situación a la que lo habrían conducido las clases dominantes de la República, que tras la ruptura con España se sometieron a Inglaterra primero y a los Estados Unidos después, y que edificaron un país oficial (criollo) a espaldas y en contra del país real, mayoritariamente indígena, es el lugar común del pensamiento progresista, desde Manuel González Prada en adelante.

José Carlos Mariátegui recusó el papel de la burguesía en los destinos del Perú al afirmar que ésta había llegado tarde a la historia y que el futuro sería socialista y estaría en manos de los trabajadores. Éste fue uno de los puntos centrales de su polémica con el APRA de Haya de la Torre. Y aunque el Partido Comunista replanteó tal tesis y durante cuatro décadas buscó una burguesía nacional con la cual aliarse, la izquierda marxista revolucionaria desde los años sesenta retomó la idea mariateguista, que Ernesto ‘Che’ Guevara resumió en una consigna de la época: “No hay más cambios que hacer: revolución socialista o caricatura de revolución”.

Para los revolucionarios de la década de 1960 —entre ellos los guerrilleros del MIR—, el fracaso del primer gobierno belaundista y su incapacidad para llevar adelante su propuesta reformista y modernizadora —uno de cuyos puntos clave era la reforma agraria— era la demostración de que esa burguesía emergente, nacida del proceso de industrialización sustitutiva de exportaciones, no podía tener liderazgo en la construcción de un proyecto nacional y democrático.

El golpe militar del 3 de octubre de 1968 complicó el panorama arrojando luces y sombras sobre el desarrollo del capitalismo peruano: a) las FFAA, situándose a la izquierda del espectro político, llevaron a cabo el más ambicioso programa de reformas y modernizaciones, poniendo fin al país oligárquico; b) la debilidad estructural de la burguesía hizo que el capitalismo de Estado tuviera vocación hegemónica; c) la burguesía, que debía ser la principal usufructuaria del proyecto, si bien supo sacar ventajas económicas, lo saboteó políticamente.

La contrarreforma de la llamada segunda fase del gobierno de las FFAA implicó una mayor asociación de los militares y el poder económico. Las políticas de ajuste que se expresaron en los “paquetazos” implicaron, por un lado, un proceso de distribución de la riqueza que supuso una mejora relativa de las ganancias que corría paralela a la caída de los salarios reales; pero también, por otro lado, estuvo acompañada de una ofensiva patronal destinada a quebrar el poder sindical, a destruir las comunidades laborales y a restablecer la dictadura plena del capital en las empresas (un paso decisivo en esta dirección fue el despido masivo de 5 mil dirigentes luego del Paro Nacional del 19 de julio de 1977).

El retorno a la democracia en el Perú, en 1980, coincidió con el inicio de lo que se ha denominado la “década perdida” de América Latina, provocada fundamentalmente por la crisis de la deuda externa, cuyas consecuencias más perversas los organismos financieros internacionales hicieron recaer sobre las frágiles economías del Tercer Mundo (salvo las de los “tigres asiáticos” que fueron más sagaces y contaron con la debida protección política), salvando a una banca internacional al borde de la bancarrota.

La frustración y el desencanto que produjo el segundo gobierno de Acción Popular se ha perdido de vista porque lo que vino luego fue muchísimo peor. Pero el 5% obtenido por el candidato del partido de gobierno da una idea de lo que significó el segundo belaundismo.

Las elecciones de 1985 tuvieron la particularidad de que en ellas, más que en ninguna otra en la historia de la República, se hicieron patentes las aspiraciones de cambio de las mayorías populares. A pesar de lo gaseoso del mensaje del joven candidato del APRA —que insinuaba más que proponía—, éste supo despertar expectativas. De este modo, su caudal de casi 50% de los votos emitidos y 20% obtenido por la IU de Alfonso Barrantes, daban cuenta del potencial transformador. La derecha política, entre tanto, se encontraba arrinconada y a la defensiva.

Un soporte del proyecto aprista fue el establecimiento de una alianza estratégica con los grandes grupos económicos —“los doce apóstoles”—, a quienes se pretendía beneficiar con una política heterodoxa que reactivase el mercado interno e incrementara las ganancias de los empresarios, las cuales deberían traducirse en nuevas inversiones que dieran sostenibilidad al frágil ciclo expansivo iniciado en 1986. Sin embargo, los “doce apóstoles” no cumplieron su parte del trato: invertir. Consciente del cuello de botella que se le venía, el Presidente pretendió contraatacar estatizando la banca (siguiendo el ejemplo mexicano), pero el tiro le salió por la culata. Los banqueros se defendieron con astucia y lograron generar una amplísima movilización de la derecha, encabezada por Mario Vargas Llosa, que puso a la defensiva al gobierno, saboteó la estatización de la banca y desencadenó la ofensiva ideológica y política neoliberal cuyos ecos se sienten hasta hoy.

Se han cargado las tintas contra el APRA por la crisis general de los dos últimos años de su gobierno, y sin duda sus cuotas de responsabilidad son altas; sin embargo, a los “doce apóstoles”, corresponsables de la crisis en muchos aspectos, nadie les enrostra su papel en el desmadre de fines de los ochenta.

Por eso, cuando en los “vladivideos” se ve a más de uno de los conspicuos empresarios del país en conciliábulos nada santos, no estamos ante un hecho insólito e infrecuente sino ante la evidencia de cómo el poder económico y el político se interpenetran y retroalimentan, compartiendo intereses. Sin embargo, hay una diferencia sustantiva: quienes ejercen el poder político son aves de paso sujetas a los vaivenes y los avatares de la política, particularmente incierta en un país como el nuestro; los dueños del poder económico, en cambio, continúan manejando tras bambalinas los destinos del Perú.

De los presidentes que gobernaron el Perú durante los años de la violencia política hay uno fallecido (Fernando Belaúnde, de Acción Popular); otro que, tras un largo exilio, intenta volver a gobernar (Alan García, del APRA); y uno tercero prófugo en el Japón (Alberto Fujimori), en tanto que un cuarto personaje —no elegido pero que cogobernó— se encuentra preso en la Base Naval del Callao (Vladimiro Montesinos). Al otro lado, los grupos de poder económico han cambiado bastante menos y los personajes claves han capeado mejor los temporales.

Esta responsabilidad del poder económico y su articulación con el poder político me parece necesario resaltarla, pues hay una nada inocente tendencia a atacar a la “clase política” como si ésta fuera la única responsable de la crisis nacional, cuando es evidente que los Estados nacionales son cada vez más frágiles y vulnerables frente a los poderosos de la economía global y los grupos económicos internos, y que sociedades cada vez más fragmentadas tienen crecientes problemas de representación política. Hay un evidente propósito desinformador para ocultar dónde se encuentra el núcleo duro del poder.

El autogolpe del 5 de abril de 1992 tuvo un sentido fundamentalmente contrainsurgente, pero el establecimiento de un régimen autoritario fue lo que permitió la puesta en marcha del proyecto económico neoliberal.

En una carta dirigida a la revista Caretas (1588, 1/8/1999), Augusto Blacker Miller, canciller durante el autogolpe, contó que en una reunión del Consejo de Ministros en el Círculo Militar, el entonces ministro de Economía, Carlos Boloña, festejó la decisión de Fujimori y Montesinos exclamando “¡Ahora sí, ya podemos deshacernos de la estabilidad laboral! Debemos promulgar el dispositivo inmediatamente”.

Derrotar la subversión iba de la mano con la imposición de nuevas reglas de juego entre el capital y el trabajo, que permitieron al primero mejorar su rentabilidad a costa de salarios, en nombre de una inversión que llegó tarde, mal o nunca. Paralelamente a la imposición de condiciones draconianas de reclusión en las prisiones contra los insurgentes, se precarizó el empleo, llevándolo a un punto parecido al de antes de la conquista de las ocho horas en 1919.

“[...] porque existe algo peor que asesinar a un hombre y es asesinar una esperanza”, escribe el sacerdote Hubert Lanssiers en su libro Los dientes del dragón. Palabras dignas de resaltarse, pues los dueños del Perú y los gobernantes piensan que sus desaciertos y fracasos son inimputables. Si en algo se especializan las clases dominantes en el país es precisamente en asesinar esperanzas, en producir frustraciones y desencantos colectivos.

En este país de oportunidades desperdiciadas, fracturado por el racismo y las exclusiones ancestrales, centralista, con niveles pavorosos de pobreza (sobre todo en el campo) y desnutrición infantil, con un “cholo barato” que sigue siendo la principal fuente de enriquecimiento y con abismos sociales que están entre los mayores del mundo; en fin, donde la ciudadanía plena sigue siendo una meta a conquistar por millones de peruanos; en esta patria nuestra de cada día, ¿alguien en su sano juicio puede no encontrar razones para la rebeldía?

Cuando se trata de explicar las motivaciones profundas que llevaron a miles de peruanos a levantarse en armas, los psicólogos mencionan las tendencias tanáticas que afloran en ciertos individuos, y los sociólogos nos hablan de las frustraciones de los jóvenes mestizos. Sin descartar estas y otras hipótesis, propongo que el meollo de las determinaciones estuvieron por un lado en la profunda indignación provocada por las injusticias e inequidades que predominan en nuestra patria, y por otro, por el escepticismo y la desilusión provocada por los distintos proyectos políticos (incluida la izquierda legal), que no sólo fueron incapaces de abrir caminos de solución a los problemas nacionales, sino que naufragaron en las peores corruptelas.

¿Quiénes manejaron los destinos —desde el poder político, el poder económico y el poder militar— no tendrían que asumir su cuota de responsabilidad?


5. EL MRTA EN EL INFORME DE LA CVR

En líneas generales, me parece que la manera en que el Informe de la CVR analiza y enjuicia al MRTA es centrada y razonable, aunque no comparto algunos de sus puntos de vista y considero que ciertos “desarrollos en profundidad” están sesgados por el espacio privilegiado que se le brinda a los testimonios de los “arrepentidos”.

El peso del MRTA en el conjunto del Informe es pequeño, y no sólo porque fue un actor minoritario en el proceso de la violencia, sino fundamentalmente porque no encaja dentro de la hipótesis central de la CVR: señalar al PCP-SL como principal responsable de las muertes y de las violaciones de los derechos humanos en el Perú. En las Conclusiones Generales sólo se menciona al MRTA en los puntos 34, 35 y, someramente, en el punto 133.

Los dos cargos principales que se le imputan son haber alimentado la espiral de la violencia favoreciendo la militarización del país, y haber realizado prácticas masivas de secuestros y tomas de rehenes, a lo que se suman ejecuciones como la del general López Albújar y de algunos disidentes. Estos cargos son inobjetables; y quienes participamos en el proyecto del MRTA estamos asumiendo lo que nos toca. Hay, sin embargo, otros aspectos del Informe referidos al MRTA que me parece necesario discutir, ya sea porque se enfocan mal o porque se omiten.

Un primer punto fundamental, que a mi juicio el Informe enfoca de una manera imprecisa y contradictoria, es el referente a la relación del MRTA con la población y sus organizaciones autónomas.

En el punto 34 de las Conclusiones Generales, el Informe reconoce la existencia del uso de uniformes distintivos para diferenciarse de la población civil y añade que “se abstuvo de atacar a la población inerme”. En el punto 133 de las Conclusiones Generales se afirma que “[...] el MRTA buscó instrumentalizar los sindicatos para sus fines subversivos”. Esta percepción algo estrecha de lo que fue la relación con las masas está más matizada en el “desarrollo en profundidad” del Frente Nororiental de San Martín (punto 2.10, pp. 309-342):

«El MRTA no pretendió mantener una relación autoritaria con el FEDIP-San Martín, sino más bien buscó articular objetivos comunes y crear vínculos entre su acción militar y las demandas sociales, políticas y económicas de aquél. Desde entonces los emerretistas fueron consiguiendo el apoyo de la población y expandiendo su ámbito de influencia.» (p. 317)

En el mismo punto 34 se indica que el MRTA “[...] en algunas coyunturas dio muestras de estar abierto a negociaciones de paz”, afirmación que, siendo exacta, me parece insuficiente. Esta apertura a negociaciones de paz, si bien fueron más bien tibias, correspondían a una concepción política e ideológica que incluía una política de alianzas, una apertura al diálogo y el respeto por las organizaciones de la sociedad civil. No existen aún condiciones para exponer detalladamente las innumerables reuniones y aproximaciones a partidos políticos, organizaciones sociales, Iglesias, organizaciones no gubernamentales de desarrollo, empresarios y diversas personalidades, con las que aspirábamos a entendimientos y convergencias.

Hubo una política de respeto a los heridos y prisioneros producidos en los combates. Esta actitud, acorde con los Convenios de Ginebra, no fue recíproca, como se evidencia en Los Molinos (abril, 1989) y en la residencia del embajador japonés (abril, 1997), cuando los combatientes del MRTA fueron repasados para no dejar sobrevivientes.

En el desarrollo en profundidad referido al Frente Nororiental (2.10) se hace mención del enfrentamiento entre el MRTA y SL atribuyéndolo a la disputa de territorios por el control del negocio de la droga. Tamaña acusación se apoya en el testimonio de “arrepentidos” que, por cierto, tienen una larga trayectoria de falsedades, lo suficiente como para que sus declaraciones sean harto cuestionables.
El conflicto con SL fue global y no estuvo circunscrito a tal o cual región. Tuvo que ver con la naturaleza misma del proyecto senderista, absolutamente excluyente y confrontacional. El diálogo fue imposible y el enfrentamiento inevitable; en ello, nada tuvo que ver el narcotráfico.

Cuando se pone en marcha el proyecto insurgente del MRTA en San Martín, y en toda la etapa preparatoria, las zonas donde éste se desarrolló (Huallaga Central, Bajo Huallaga, Mayo Medio y Alto Mayo) eran ajenas a la producción de coca y al narcotráfico. Hacia fines de la década de 1980 las áreas de cultivo y el movimiento de la droga se va desplazando desde el sur (Alto Huallaga) hacia el norte del departamento de San Martín, por dos razones: primero, la presión de la política antinarcóticos (que incluía el uso de spike y otras formas de erradicación de cultivos) y, segundo, la búsqueda de sectores campesinos por mejorar sus ingresos con un producto más rentable que sus cultivos tradicionales.

Esto colocó al MRTA ante situaciones nuevas y mucho más complejas, a las que no siempre se dieron respuestas oportunas. Pero debo afirmar enfáticamente que:

a) Es falso lo que dice el “arrepentido” Antonio, respecto a que el III Comité Central (agosto, 1991) acordó el cobro de cupos a los vuelos de las avionetas de los narcotraficantes.

b) El narcotráfico no fue nunca fuente de recursos económicos o de aprovisionamiento logístico.

c) La decisión de abandonar la zona de Tocache en 1987 y concentrarnos en el norte del departamento de San Martín tuvo como una de sus razones excluirnos de la conflictividad generada por el negocio de la droga.
Finalmente: no hay dirigente nacional o regional, o mando local incluso, a quien se le haya abierto proceso penal vinculado al narcotráfico. No se puede decir lo mismo de otros actores del conflicto: hay muchos procesos contra importantes jefes por tal motivo .

6. LA SITUACIÓN ACTUAL DEL CONFLICTO

Una de las más clamorosas omisiones del Informe de la CVR es la valoración de la actual situación del conflicto y de la voluntad que anima a los actores del mismo. Esto era de suma importancia porque hay quienes por ignorancia o mala fe (o por ambas, que no son excluyentes) siguen alimentando fantasmas y esforzándose por seguir batiendo tambores de guerra.

Al no hacer alusión a esto en las Conclusiones Generales y al mencionarlo apenas en el capítulo referido a las cárceles, da la impresión de que la CVR prefirió vadear este asunto comprometedor, aun cuando poseía información privilegiada gracias a su acceso directo a los actores del conflicto, en las cárceles y fuera de ellas.

Todos los analistas y el propio Informe de la CVR sitúan en el año 1992 el punto de quiebre en el que se produjo el viraje estratégico en el curso de la guerra interna, cuando el Estado pudo lanzar una contraofensiva demoledora e irreversible que decidió el desenlace del conflicto. Ni SL ni el MRTA pudieron recuperarse, y sus intentos más bien esporádicos por reconquistar posiciones perdidas fueron manotazos de ahogado.

Sin embargo, aunque los golpes de los aparatos represivos contra el PCP-SL y el MRTA fueron contundentes, desde mi punto de vista en ello no reside la explicación de la derrota. La clave es que se dieron en momentos en que ambas organizaciones se hallaban internamente agotadas (aunque no lo pareciese a simple vista) y cuando el ‘combustible’ social del cual se habían alimentado estaba prácticamente consumido. Eran aparatos moviéndose cada vez más en el vacío, sin asidero en una población cada vez más adversa.

En setiembre de 1993, casi exactamente a un año de su captura, Abimael Guzmán hizo pública su primera carta, leída por el mismo Alberto Fujimori ante la Asamblea de la ONU, en la que proponía tratativas para lograr un acuerdo de paz con el Estado. Esta decisión, insólita y a contrapelo de lo que había sido la línea ideológica y política del PCP-SL, fue un segundo momento crucial en la guerra senderista; a mi modo de ver, casi tan importante como la captura de su máximo jefe.

No interesan aquí las motivaciones personales que llevaron a proponer el acuerdo de paz ni las posibilidades reales de que las negociaciones pudiera llevarlas a cabo un líder preso —prácticamente un rehén secuestrado en una base militar—, ni tampoco su pertinencia política . Lo que habría que resaltar son dos cuestiones vitales: a) que la propuesta del “acuerdo de paz” dividió al PCP-SL, lo enfrascó en una feroz lucha interna precisamente cuando más necesitaba de su unidad y aisló aún más a los combatientes en armas; b) que desmovilizó ideológicamente a los militantes del PCP-SL en las prisiones, trocando su línea de confrontación beligerante por otra más bien dialogante y negociadora.

Quienes hemos compartido las prisiones con los militantes de SL en el momento del gran viraje podemos dar testimonio de la magnitud del mismo. El rechazo inicial a las cartas (eran “una patraña”) se trocó en sujeción plena en el curso de pocos meses, y en una posición que estaba en las antípodas de su línea histórica. El otro asunto evidente es que el viraje tenia que producirse desde arriba, es decir, por iniciativa de Abimael Guzmán, o no se habría producido nunca.

Hay preguntas que creo pertinente formular, aunque parezca que entren en el terreno de la ironía, pues siendo la guerra, en última instancia, una confrontación de voluntades, es evidente que las condiciones son distintas cuando al menos una de las voluntades cambia. ¿Cuántos años más de guerra interna y cuál hubiera sido su intensidad si el último mensaje de Abimael Guzmán hubiese sido el de la jaula en la que fue mostrado públicamente luego de su captura? ¿Qué hubiera sucedido en las prisiones si el PCP-SL mantenía en ellas la línea beligerante que sostuvo hasta fines de 1993?

Vale la pena recordar que en febrero del 2000, cuando el régimen de Fujimori y Montesinos parecía fuerte y la mano dura era la receta mágica, el penal de Yanamayo fue prácticamente demolido en su interior, luego de que los presos felicianistas se amotinaran, tomaran a policías como rehenes, muriera un interno y varios policías quedaran gravemente heridos . Mientras que los acuerdistas expresaban la línea de la moderación y el diálogo, los felicianistas recogían las banderas históricas de la beligerancia e intransigencia del senderismo.

Desde 1993, el sector del PCP-SL liderado por Guzmán ha mantenido la posición de “luchar por una solución política a los problemas derivados de la guerra”, con la tenacidad y la determinación con la que suelen afrontar sus objetivos políticos. Tras una década de persistente prédica, ¿no se debería al menos reconocer que el propósito de paz es real y consistente, y no una simple maniobra distractiva?

Abimael Guzmán, anciano ya, ha desmantelado su partido como maquinaria de guerra; y aunque quisiera, no tiene ni las condiciones ni el tiempo suficiente para movilizarlo de nuevo hacia una empresa bélica. Así como no puede enarbolarse impunemente un discurso belicista, tampoco la prédica pacifista podrá pasar sin dejar huellas.

En el caso del MRTA, su itinerario es menos complicado. Las capturas de 1992, siendo importantes, no fueron vitales. Ya Víctor Polay y otros dirigentes habían estado presos sin que esto mellara de forma decisiva la organización. La crisis del MRTA tuvo que ver con dos circunstancias: una interna, vinculada con el conflicto que arrastraba desde sus orígenes como proyecto unitario (1986); y la otra, externa, ligada a los cambios drásticos en un contexto político en el que no era fuerza determinante (por lo tanto, estaba a merced de hechos como la ruptura de IU o la decisión del PCP-SL de agudizar el conflicto aplicando su tesis del “equilibrio estratégico”).

Desmembrado el Frente Nororiental el año 1993, lo que quedaba del MRTA decidió que su prioridad estratégica era el rescate de sus presos, creyendo tal vez con ello poder revertir una situación cada vez más precaria. Diseñaron primero un plan de asalto al Congreso Nacional para, con ello, conseguir un canje de rehenes por presos. Esto fracasó en su etapa preparatoria, cuando fueron capturados Miguel Rincón y el comando que debía ejecutar dicha misión. Se puso entonces en marcha el plan alterno, y Néstor Cerpa, al mando de otro comando, tomó por asalto en diciembre de 1996 la residencia del embajador japonés en el Perú. El resto es historia conocida.

Desde el 22 de abril de 1997 a la fecha han transcurrido ya casi siete años sin que se sepa de una sola acción del MRTA fuera de las prisiones. En su presentación pública a través de un video ofrecido por la CVR (junio del 2003), Víctor Polay Campos, en su condición de jefe máximo del MRTA, expresó de manera clara e inequívoca que el capítulo de la violencia política estaba ya cerrado, y que sus aspiraciones de cambio social pasaban ahora por la lucha legal. No veo razón alguna para que esta posición pueda ser sospechosa de insinceridad o doblez; por lo demás, en este país, con la política y los políticos como sinónimo de embuste, es entre los ex insurgentes donde, para bien o para mal, siempre hubo plena coherencia entre la palabra y la acción.

Quienes se mantienen intransigentes en su determinación de proseguir la guerra son un número reducido de presos y un cada vez más pequeño contingente de combatientes dispersos en la ceja de selva central, debilitados por los golpes recibidos y por el paso de Artemio y su contingente del Alto Huallaga a la fracción acuerdista.

Convertidos en lo que Mao Tse Tung llamaba “insurrectos errantes”, es decir, destacamentos sin centralización ni proyecto de poder, no constituyen riesgo para el sistema pero resultan utilísimos como pretexto para la reconstrucción de esquemas militaristas, para que ciertos aparatos del estado presionen por más presupuesto y para que quienes han hecho de la administración del miedo colectivo una buena herramienta de manipulación política (como buenos discípulos de Vladimiro Montesinos), tengan materia prima para sus entuertos .

Una estrategia sensata de reconciliación y pacificación, con un propósito verdaderamente democrático e inclusivo, debería proponerse la reinserción de estos pequeños remanentes subversivos en la vida política del país. Pero esto es demasiado pedir, no sólo porque estos “insurrectos errantes” son particularmente dogmáticos y han hecho de la lucha armada una forma de vida, sino también porque los vientos que soplan desde la metrópoli imperial coinciden con el humor de la clases dominantes nativas, las que, ensoberbecidas en su victoria, creen que el único camino posible es el de la mano dura.

La subversión como factor gravitante de la política nacional ha terminado. Sin embargo, sigue anclada en el subconsciente colectivo. Las heridas están frescas y las secuelas de conflicto están demasiado próximas para esperar que el conjunto de la sociedad tenga la serenidad y el equilibrio necesarios para que el asunto de la insurgencia armada pueda ser abordado con objetividad. No obstante, quienes asumen liderazgos políticos y de opinión pública deberían considerar que el revanchismo y la paranoia pueden terminar produciendo resultados opuestos a los esperados.


7. RECONCILIACIÓN ¿POR QUÉ, PARA QUÉ, CON QUIÉNES?

El asunto de la reconciliación ha sido el más controvertido y espinoso de los encargos que tuvo la CVR. Formada inicialmente como Comisión de la Verdad durante el Gobierno de Transición, se le añadió el concepto “de Reconciliación”, sin que se definieran con claridad los alcances de este concepto. Y como era previsible, la idea resultó siendo una reconciliación con exclusión de los vencidos.

Claro que ésta no era necesariamente la intención de Hubert Lanssiers cuando insistió en que la reconciliación era un corolario necesario de la verdad. Hablar de una reconciliación que no implica el acercamiento de las partes enfrentadas y referirse eufemísticamente a una “reconciliación del país con el país” o a la “reconciliación del estado y la sociedad” equivale a eludir el fondo del problema.

¿Por qué en el Perú la reconciliación excluye a los antiguos insurgentes? ¿Cuál es la diferencia sustancial entre el MRTA y el FMLN de El Salvador, la URNG de Guatemala o el M-19 de Colombia, ex movimientos guerrilleros que hoy forman parte de los sistemas políticos legales de sus respectivos países? ¿Alguien con un mínimo de sentido político puede hablar de reconciliación nacional en Colombia y añadir que en este proceso están excluidos las FARC y el ELN?

En su edición del 27 de julio del 2003, el diario El Comercio de Lima reproduce una entrevista a Juan Manuel Chany, a quien presenta como “uno de los más respetados analistas políticos de Colombia”. En ella hay afirmaciones por demás ilustrativas:

«—¿Cómo califica a las FARC?
—Son un grupo guerrillero en franca decadencia, que recurrió a métodos que desprestigian, como secuestros, alianzas con el narcotráfico y actos de terrorismo. Perdió el ideal y terminó recorriendo las formas de lucha censurables.
»—Varios representantes de las FARC estuvieron en Brasil. El hecho de que el gobierno brasileño no considerara a las FARC como un grupo terrorista, ¿dificulta la lucha?
»—Es inconveniente calificar a las FARC como grupo terrorista. Hacer eso sería un error porque, tarde o temprano, llegaremos a la mesa de negociaciones, la vía más lógica para llegar a la paz.»

El meollo del asunto no es, pues, ético o jurídico sino fundamentalmente político, y esto se refiere a las características del desenlace del conflicto —una derrota en toda la línea de la subversión— y la correlación de fuerzas establecida desde entonces.

Un ejemplo claro es el radical viraje en la manera de abordar la cuestión de los rehenes de la residencia del embajador japonés en Lima, entre diciembre de 1996 y abril de 1997. Prestigiados políticos, intelectuales y medios de comunicación se pronunciaron constantemente por la negociación y rechazando el uso de la fuerza para resolver el problema. Sin embargo, producida la retoma de la residencia por las fuerzas armadas, la mayor parte aplaudió ese accionar e incluso se subió al carro de los vencedores. Pocos se mantuvieron firmes en su convicción de que la negociación era el mejor camino. Así de tornadiza y volátil es nuestra opinión pública.

La CVR tenía, pues, límites muy concretos respecto a la reconciliación. La ofensiva de los sectores de la derecha política, el fujimontesinismo y el militarismo, puso énfasis en negar toda reconciliación “con los terroristas” . Quizá por ello el tema no aparece en las Conclusiones Generales ni en los cinco documentos de divulgación sino refundido en el capítulo sobre las cárceles (2.22) del Informe de la CVR, en el que se sostiene una posición bastante cauta:

«La Comisión comprende que la reconciliación entre víctimas y victimarios es la más exigente de todas. Urge por consiguiente evaluar realistamente las posibilidades de restaurar esta relación rota a raíz de la guerra. No hay que olvidar que hay internos cuyas penas ya se cumplieron o se cumplirán en los próximos años y cuyo retorno a la Vida Social requiere de procesos locales de reconciliación que faciliten su reintegración. Pero mientras se mantenga la pertenencia al partido, la sujeción a los líderes que no han variado su posición y la adhesión a una ideología de muerte y destrucción la reconciliación no será posible. En una frase, mientras el PCP-SL siga siendo el PCP-SL, la reconciliación será inviable. Lo mismo en el caso del MRTA. Esto no quita que se pueda dar a nivel personal, lo que implica pasar por una fase previa de desvinculación que abra el camino de la reconciliación.» (p. 727)

Este párrafo es particularmente ilustrativo de la ambigüedad e imprecisión con que la CVR trata el tema de la reconciliación con los ex insurgentes, y permite darse cuenta de por qué no hay prácticamente ninguna iniciativa tendiente a este fin. Es necesario, por lo tanto, realizar las siguientes acotaciones:

a) Al referirse a la reconciliación entre “víctimas” y “victimarios” presenta la imagen de que los subversivos fueron los “victimarios” y el pueblo “la víctima”, cuando se desprende del propio Informe que la situación es mucho más cruzada y compleja (subversivos como víctimas y victimarios, soldados y policías como víctimas y victimarios, ronderos víctimas y victimarios). Y en el caso del MRTA esta imagen es aún más equivocada, no sólo por el 1,5% de víctimas fatales que se le atribuyen, sino por su responsabilidad marginal en los otros indicadores (tortura, violaciones sexuales, desapariciones, etcétera).

b) La preocupación por los presos que están recuperando su libertad y los que están próximos a salir nos parece absolutamente legítima, aunque lamentablemente no ha merecido mayor atención por parte de la CVR. En estos últimos años ya son varios centenares los presos del PCP-SL y del MRTA que han salido de prisión luego de cumplir sus condenas, las que, por largas que sean y por miserables que hayan sido las condiciones de reclusión, finalmente terminan. ¿Qué voluntad anima a quienes trasponen las rejas? ¿Hay acaso algún indicio serio que permita deducir que esta excarcelación de ex subversivos se está traduciendo en reactivación de la violencia? Hasta donde tengo información, los que recuperan su libertad no han encontrado mayores problemas de “reinserción social”, ya que familiares y vecinos han acogido con afecto a quienes retornan. El problema está en otro lado: en el andamiaje represivo de funcionarios penitenciarios, de fiscales y jueces, de policías, periodistas y algunos políticos, para quienes la guerra continúa, que creen que ser implacables, alimentar fantasmas y poner obstáculos a quienes aspiran a su libertad, es el camino más apropiado. Sin embargo, fomentar rencores y avivar odios no es buena receta; lo hemos aprendido de nuestra propia experiencia .

c) La CVR conocía mejor que nadie la posición de los líderes del PCP-SL y del MRTA; sabía que salvo la reducida fracción de “Proseguir” ya no hay quien sostenga e impulse un proyecto insurgente, tanto en las prisiones como fuera de ellas, por lo que carece de pertinencia aquello de que “[...] mientras se mantenga la sujeción a líderes que no han variado su posición [...]”. La CVR sabía también que ni el PCP-SL ni el MRTA actuales (o lo que queda de ellos) son los mismos. El tiempo no pasó en vano ni las experiencias tampoco. Son entendibles los recelos y las desconfianzas, pero sostener o insinuar que la voluntad de la mayoría de los presos no ha cambiado, es faltar a la verdad.

d) Finalmente, no me queda claro en absoluto por qué la desvinculación es una condición y requisito de la reconciliación. En esto no hay argumento lógico sino prejuicio. Ciertamente, desvincularse fue y puede seguir siendo una señal de ruptura con el pasado; pero esto no niega que las colectividades puedan evaluar sus experiencias y, como conjunto, decidir la rectificación de los rumbos. Es más: desde el punto de vista político, es mejor incluso que quienes emprendieron una aventura riesgosa y de enormes costos, contrasten el resultado de sus acciones con los principios enarbolados, que hagan autocrítica pública de sus errores. Como sociedad, puede sacarse mejor provecho de estos balances colectivos que del repliegue de individuos sobre sí mismos.

El énfasis de la propuesta de reconciliación que plantea la CVR está centrado en lo que denomina Programa Integral de Reparaciones (PIR), que constituye no sólo un resarcimiento a las víctimas de la violencia sino también una manera de establecer cierta justicia histórica, pues los escenarios del conflicto son, principalmente, las áreas de mayor pobreza en el país. Sin embargo, no creo que este PIR sea una prioridad para el Estado y las clases dominantes. Resuelto el conflicto de la forma conocida, no hay esfuerzos verdaderos por revertir las tendencias impuestas por los monopolios y el capitalismo global, que implica no sólo una mayor centralización económica y política sino una creciente diferenciación de regiones y sectores económicos y sociales en función de sus posibilidades de conectarse o no a la economía global.

Hace unos años, el ex comisionado Carlos Tapia hizo la propuesta de un “Plan Marshall” para Ayacucho. Más recientemente, el diario El Comercio vino realizando una serie de reportajes y reuniones que apuntaban hacia un plan de desarrollo para este departamento. Iniciativas loables, pero que, a pesar de su sensatez, su sentido justiciero y su coherencia como un proyecto de pacificación integral, no parecen haberse traducido en mayores resultados.

“Quien no llora, no mama”, dice el refrán, y la capacidad de presión reivindicativa de estas áreas deprimidas del país es bastante más limitada que la de otros sectores. Concluida la guerra interna, los pobres, sobre todo los de las áreas rurales, han vuelto a ocupar el lugar de la irrelevancia, apenas atendidos por los siempre exiguos presupuestos públicos destinados a los programas sociales.

Y si es cierto aquello de que “[...] el gran horizonte de la reconciliación nacional es el de la ciudadanía plena para todos los peruanos y peruanas”, y si es igualmente válido interpretar la reconciliación como “[...] un nuevo pacto fundacional entre el estado y la sociedad peruanos, y entre los miembros de la sociedad” (CG ICVR, punto 170), entonces ésta sigue siendo una tarea pendiente.


EPÌLOGO

Muchos de quienes han comentado el Informe de la CVR han coincidido en comparar la guerra interna de fines del siglo veinte con la del Pacífico, tanto por las dimensiones del conflicto como por la profundidad de sus consecuencias. Y así como la guerra del Pacífico produjo en Manuel González Prada el origen de la crítica de la República criolla, hay quienes quieren ver en el informe de la CVR una suerte de punto de partida para la refundación de la República. Sin pretender disminuir la importancia del documento, veo que sus alcances son más limitados.

En un artículo publicado en Caretas (1791, 25/9/03), Mario Vargas Llosa hace notar la diferencia de las repercusiones del Informe Sábato (Nunca más) sobre la violación de los derechos humanos en la Argentina de los setenta y el Informe de la CVR peruano. Para el escritor, muchísima gente proba y decente prefiere cerrar los ojos e ignorar el país que somos, con todos sus conflictos y desgarramientos; y no deja de tener razón: el nuevo Perú oficial, de espaldas al Perú real.

Pero hay más que esto, pues muchas de esas personas decentes respaldaron el gobierno de Fujimori Montesinos, el que, de no haber mediado el escándalo del vladivideo, probablemente seguiría enquistado en el poder. El sólido bloque militar-empresarial-mediático que fue el espinazo del régimen fujimontesinista se resquebrajó; muchos personajes cayeron en desgracia y pasaron a la cárcel o el exilio. Pero la mayoría se reacomodó: luego de una rápida mutación, se convirtieron en demócratas. Desde esta nueva postura han participado del cuestionamiento del Informe de la CVR, mientras han pedido comprensión y tolerancia para quienes desde el poder violaron los derechos humanos.

Termino reiterando mi valoración del Informe de la CVR, el reconocimiento a los esfuerzos desplegados y mi esperanza de que sea el punto de partida de un debate nacional que se extienda poco a poco, pues si el capítulo de la violencia política ya se cerró, el de las condiciones que le abrieron el paso, en cambio, aún están allí.

Penal de Cajamarca, marzo del 2004.

Nota

Terminado este texto, recibí una buena noticia: la libertad de Rosa Luz Padilla Baca tras cuatro meses de reclusión en una cárcel argentina, luego de que el gobierno de ese país aceptara su solicitud de refugio. El gobierno argentino desestimó el pedido de su similar peruano de devolverla al país para someterla nuevamente a juicio.

Rosa Luz nunca fue líder ni mando del MRTA, como la presentaban los medios de comunicación. Es más: luego de la fuga del penal Miguel Castro Castro en 1990, fue expulsada y no mantuvo vinculación orgánica alguna con esta organización, ni en prisión ni fuera de ella. Pero ya la prensa había creado una imagen, y ésta influyó en los jueces, quienes le impusieron una pena de veinte años. Luego de once años de cárcel, tras salir con el beneficio de la libertad condicional en junio del 2002, se la revocaron y ordenaron su captura, lo que la obligó a abandonar el Perú.

Hoy el gobierno argentino, con un sentido de equilibrio y justicia del que carecieron las autoridades peruanas, ha concedido a Rosa Luz el estatus de refugiada política. Para ella ha terminado el capítulo de la cárcel, pero ha comenzado el del exilio. Se suma a los centenares y tal vez miles de compatriotas que no pueden retornar al Perú pues se encuentran requisitoriados, y sobre los cuales la CVR no ha dicho una palabra.


Cajamarca, Perú, 7 de abril del 2004


IV. Renovación de la esperanza
Paulo


Cuando una persona cae presa –lo han dicho varios conocedores del tema– no sólo queda atrapado el individuo. Lo está toda la familia. Y esto es mucho más que una metáfora.
Las líneas que siguen han sido escritas para dejar registro de los acontecimientos sucedidos a alguien que aún no puede hacerlo por sí mismo y quien no sé si tenga interés por hacerlo alguna vez. Ese alguien no escogió las circunstancias que le tocó vivir y asume su sino con simplicidad y sin aspavientos.


1
“El 7 y 8 de mayo salieron de los pabellones los supervivientes y varios de ellos fueron asesinados con ráfagas de metralletas y morteros. Tuvimos que caminar por encima de los muertos. Muertos por allá, pedazos de brazos por acá... Te detenías un poco y un balazo, te detenías por ejemplo a recoger a un amigo que habías vivido juntos, tu amigo estaba allí malherido diciendo “llévame, llévame, estoy herido, llévame”. Te detenías y pum, otro balazo”.

Sobre la matanza de mayo de 1992 en el penal
Miguel Castro Castro. Testimonio 100146-CVR


La primera explosión te despertó. Estabas adormilándote de nuevo cuando otra explosión volvió a remecerte, y tras ella empezó el huracán de disparos, explosiones y gritos. Parecía una sinfonía macabra dirigida por un ser escapado del infierno.
Te moviste, estiraste las piernas hasta donde te lo permitía el reducido espacio. Te volviste a encoger y te chupaste el pulgar. Sentiste que un pulso que era y no era tuyo se aceleraba y te alborotaba. Hubieras preferido seguir durmiendo, pero quién podía hacerlo en pleno zafarrancho, mientras te bamboleaban de un lado a otro.
Tenías curiosidad por saber lo que pasaba, pero también te daba miedo la inusual batalla desatada en las inmediaciones. Además se estaba tan bien ahí adentro, tan tibio y protegido, tan a salvo de todo. Y aunque tu noción del tiempo era absolutamente precaria –por decirlo de alguna manera–, percibías que la tensión estaba durando demasiado.
No había forma de que supieras lo que pasaba a pocos metros de ti, al otro lado de los muros, donde se producía el intercambio de disparos y explosiones. Los policías habían ganado el techo del pabellón 1-A haciendo un hueco por el que penetraron, desatándose otra balacera que produjo los primeros muertos. La situación era grave y tendía a serlo más aún.
De pronto se produjo esa agradable sensación de movimiento que te ayudaba a conciliar el sueño. Pero el trecho no fue muy largo. Al final del camino unas gradas, algunos pasos y de nuevo la quietud. En eso te aplastaron bruscamente, escuchaste un grito: “¡Concha’e tu madre baja la cabeza!” y otra voz más queda: “No puede, está embarazada”. Quizá en ese momento decidiste que había llegado tu hora de nacer. Te esperábamos para fines de abril pero te tomaste tu tiempo; después de todo, no había prisa.
Tampoco tuviste manera de enterarte de que estabas siendo trasladado a una cárcel nueva en el otro extremo de la ciudad. La despedida de tu papá fue una pequeña nota metida en una de las botitas de lana que tu mamá había tejido laboriosamente semanas antes. Llegado a su destino, el grupo de mujeres fue conducido a las celdas y encerradas de dos en dos (tú no contabas). La primera noche en tu estrenado hogar fue relativamente tranquila; todos, incluido tú, estaban extenuados tras una jornada terrible y tensa, tratando además de asimilar la nueva realidad. Pero la noche siguiente ya no resististe la curiosidad; había llegado tu momento.
Parirte no fue fácil. No sólo por los dolores con que te anunciabas y el que produjiste al dejar el vientre de tu madre, sino también porque media docena de policías –armados hasta los dientes, se leería en una novela policíaca– se negaban a abandonar la sala de partos. Finalmente el médico se impuso y la vigilancia se hizo del otro lado de la puerta, mientras tus cuatro kilos y doscientos gramos se abrían paso y lanzabas tu primer llanto vigoroso y saludable.
Amanecía el 8 de mayo y tú ya estabas con nosotros. En el transcurso de la mañana la familia pudo verlos: un recién nacido conmueve al lomo más fuerte y al rostro más fiero, explicaría Vallejo. Pero al atardecer se acabaron las consideraciones. Obligaron al médico a darles de alta cuando no cumplías ni doce horas y tuviste que dejar la maternidad rumbo al penal de Chorrillos, tu hogar de los seis meses siguientes.
(Mientras tú abrías los ojos al mundo, en el lugar donde tú habías partido otros hombres y mujeres cerraban los suyos para siempre. El enfrentamiento iniciado dos días antes no concluía aún.)
Eras, a pesar de tener apenas horas de vida, un personaje incómodo y controvertido; tanto, que en el penal de Máxima Seguridad de Mujeres no quisieron admitirte y en el frío anochecer chorrillano hubo que caminar hasta la cárcel vecina –destinada a internas comunes–, donde también te rechazaron. Debieron desandar el camino, y a regañadientes tu pequeña humanidad penetró en el recinto donde rumiaban su soledad mujeres enjauladas. Una gota de ternura en medio del abatimiento, eso fuiste. Dormías plácidamente cuando una tras otra se fueron cerrando las rejas tras de ti. Eras el primer bebé nacido en el recién inaugurado penal y en nuevas condiciones de reclusión: un privilegio nada grato, por cierto.


* * *

El operativo Mudanza I empezó la madrugada del miércoles 6 de mayo de 1992 y culminó el sábado 9 con la rendición de los presos del PCP-SL atrincherados en el pabellón 4B del penal Miguel Castro Castro del distrito de Canto Grande, al este de la capital peruana. El objetivo declarado era el traslado de las mujeres al nuevo penal de Chorrillos; el real, el aniquilamiento de la dirección senderista en la prisión y la imposición de un régimen carcelario perverso y restrictivo.
Al atardecer del miércoles, los presos del PCP-SL (varones y mujeres) se replegaron del pabellón 1-A al 4-B por unos agujeros previamente acondicionados, que conectaban con los ductos; de este modo el enfrentamiento cambió de escenario. Paralelamente, las internas del MRTA —recluidas en el pabellón de Admisión— fueron llevadas a la nueva cárcel de Chorrillos. Con ellas empezó a ponerse en práctica el nuevo régimen carcelario establecido en el decreto legislativo 26475 promulgado ese día.
Esa misma noche los efectivos policiales-militares tomaron posiciones rodeando el pabellón 4-B y dando inicio a una operación de demolición sistemática, en un despliegue bélico de tal envergadura que anuló toda posibilidad de resistencia.
Comenzaba a anochecer el 9 de mayo cuando los presos del PCP-SL abandonaron el pabellón 4B, tras cuatro días de soportar una ofensiva feroz y desproporcionada. Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (tomo V, capítulo 2.22), el gobierno de Alberto Fujimori declaró 35 muertos, pero a la morgue llegaron 42 cadáveres. El número señalado por la CVR es, sin embargo, de 55. Habrá que suponer entonces que la diferencia –trece personas– corresponde a brazos, piernas y otros restos humanos que vimos con asombro entre los escombros, al amanecer del domingo 10 de mayo de 1992.

2
Había habido una interna que había dado a luz, tenía una bebita y la ponen a vivir conmigo. ¡Imagínese! Si ya era difícil acostumbrarnos a vivir encerrados en un espacio tan reducido, encerradas 23 horas y media, mucho más difícil se nos hizo vivir con una criatura, con una recién nacida. A veces a la bebita le daba cólico de gases. No teníamos nada, absolutamente nada que darle, porque la chica no tenía termo, porque no nos permitían ni termo.
Sobre las condiciones de reclusión en el Penal de Máxima Seguridad de Mujeres de Chorrillos. CVR, testimonio 70020

¿Ves como no fuiste el único bebé que las pasó negras? Criarte en esa miniatura de celda de unos pocos metros cuadrados era una proeza, aun cuando las dos mujeres que compartían la habitación se arrimaron para hacerte sitio. Eras la gota de agua que rebalsaba el vaso.
Pero el espacio era apenas una de las incontables dificultades a través de las cuales te hacían la vida imposible. Lavar los montones de pañales que ensuciabas con entusiasmo e irresponsabilidad era un tremendo lío, como lo era conseguir el agua caliente para tu baño, y más valía que te saciaras con la leche materna porque el agua hervida era artículo de lujo. Gracias a Dios fuiste un niño saludable y la naturaleza te dotó de todas las defensas imaginables. Pudiste así sortear todas las vallas.
Tu presencia fue un fastidio, eras un verdadero incordio, pues temían que tras tus huellas llegaran contingentes de párvulos llorando por sus madres, o madres aferradas a sus hijos pequeñitos. Eras un pésimo precedente; además, no tenían de qué acusarte aunque tal vez recelaran de ti, asunto fácil en un tiempo de sospechas.
Y tenías derechos. Una cosa insólita en el reino de la arbitrariedad y el abuso. Alguien con derechos era una incitación a la rebeldía, así como tus pañales al viento en el patio flameaban como banderas de libertad, dosis de humanidad en un lugar en el que aquélla estaba proscrita. Una criatura es capaz de suscitar los sentimientos más impertinentes: alegría donde debería reinar la tristeza; ternura donde tendría que imperar el encono.
Entre esos derechos perturbadores estaba el de visitar a tu padre, preso en el otro extremo de la ciudad. Una compleja travesía que comenzaba un viernes por la noche, cuando salías de Chorrillos luego de que te desvestían para que no fueras portador de peligrosos mensajes o, lo que es peor, de furtivas cartas de amor que intentaban eludir una censura que no permitía un ápice de intimidad o privacía (ésta es precisamente una de las mayores maldiciones del presidio, pues todos tus trapos se ventilan entre propios y extraños). El sábado al ingresar a Castro Castro venía otra revisión. Luego de pasar por controles y atravesar rejas y alambradas, terminabas en brazos de un tipo que, desconcertado e incrédulo, te miraba con una mezcla de asombro y ternura.
Después de un fin de semana disfrutando de la libertad, volvías a Chorrillos. Allí, tras las revisiones de rigor, te esperaban unos pechos rebosantes de leche que bebías con fruición. Después de todo, aquél era tu hogar, tu dulce hogar.
Esta situación no podía durar mucho tiempo, y no sólo por el ambiente hostil. Conforme crecías el encierro te aburría, eras demasiado inquieto para tan estrechos horizontes, más aún cuando ya habías descubierto cuán ancho era este mundo. Llegó entonces la hora de partir. Y aunque antes de que nacieras sabíamos que más tarde o más temprano sería inevitable separarse, este saber no amortiguó el dolor de la despedida. En adelante, y por los siguientes diez años, regresaste una y otra vez como asiduo visitante a tu casa de los primeros días.
Por el lado de tu padre las cosas también se complicaron cuando dispusieron su traslado a otra cárcel, varios cientos de kilómetros distante de Lima. Los encuentros tuvieron que espaciarse, haciéndose bimestrales (seis por año, sesenta veces en diez años, esas son las exactas matemáticas de nuestras relaciones).
No obstante la oscuridad de los tiempos, fuiste un niño afortunado. Llegaste al lugar preciso en el momento preciso. En torno tuyo se activaron esas invisibles pero poderosas redes de solidaridad familiar, permitiendo que a pesar de los avatares que has pasado, la infancia que terminas haya sido feliz. Después de todo, tener dos papás y dos mamás te otorgó la ventaja del doble cariño –y a veces de la doble propina–. María Teresa y Pepe han sido los mejores papás del mundo, y tú lo sabes mejor que nadie. ¡Cuánta tranquilidad me da el saberte en tan buenas manos! Hemos adquirido una deuda de gratitud impagable.

* * *

El 6 de mayo de 1992, mientras se lanzaba el ataque contra los presos senderistas en el penal Miguel Castro Castro, se promulgó el decreto legislativo 25475, la viga maestra de la estrategia contrasubversiva en el plano judicial y penitenciario.
Aparecieron los jueces sin rostro, los procesos se hicieron sumarios, las penas draconianas y el derecho a defensa resultó prácticamente eliminado. En las cárceles se establecía el aislamiento unicelular, la media hora de patio al día, la media hora de visita familiar mensual en locutorios, etcétera, etcétera, etcétera.
Es evidente que para hacer viables estas medidas fue necesaria la carnicería de mayo del 92, que quebró las posibilidades de resistencia por un período prolongado. En adelante, todo estaba permitido: cada traslado era una masacre, cada requisa ocasión de una golpiza. Todos los medios de comunicación (escritos, radiales y televisión) fueron prohibidos. Las cartas fueron rigurosamente censuradas. En ciertos penales, y durante largos períodos, se impidió el acceso a lápiz y papel. Hubo traslados intempestivos y arbitrarios a penales alejados centenares de kilómetros de los lugares de residencia de las personas, con un deliberado afán de producir desarraigo. Los familiares fueron intimidados y sometidos a las más diversas vejaciones y maltratos.
Pero la prepotencia y el abuso generan resistencia y ésta fue articulándose poco a poco y adquirió las más diversas formas. La primera y más elemental fue la corrosión de los engranajes de control a través de una corrupción molecular pero extendida: surgió un activo mercado negro de productos prohibidos (radio transistores, pilas, diarios, revistas, etcétera) que se vendía a tres o cuatro veces su valor; extender la media hora de patio tenía su tarifa, como la tenía tener abierta la puerta de las celdas por algunas horas; como suele suceder, las mayores restricciones terminan siendo un estupendo negocio para algunos. Lo segundo fue la destrucción sistemática de la infraestructura: candados, tuberías, rejas, puertas y hasta muros, fueron sometidos a un paciente pero inexorable proceso de trituración, y en un país con tantas carencias, reponer lo destruido es de lo más complicado. La tercera, finalmente, fue la del enfrentamiento abierto, cuyo momento más alto ocurrió en el penal de Yanamayo en febrero del 2000, cuando, tras una dura refriega con muertos, heridos y policías rehenes, el régimen cerrado del fujimontesinismo implosionó junto con toda la infraestructura, y esto sucedió, que lo anoten los desmemoriados, cuando la “mano dura” era la receta mágica y nos gobernaba el “Doc”.

3
“La existencia de los héroes, según nos lo cuentan, es simple, como una flecha va en línea recta hacia un fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida en una fórmula, a veces jactanciosa, a veces quejumbrosa, casi siempre recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una vida explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos. Como suele suceder, lo que no fui es lo que más ajustadamente la define: buen soldado, pero en absoluto hombre de guerra; aficionado al arte, pero no el artista que Nerón creyó ser al morir; capaz de cometer crímenes, pero no abrumado por ellos. Pienso a veces que los grandes hombres se caracterizan precisamente por su posición extrema; su heroísmo está en mantenerse en ella toda la vida. Son nuestros polos o nuestras antípodas. Yo ocupé sucesivamente todas las posiciones extremas, pero no me mantuve en ellas; la vida me hizo resbalar siempre”.
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano

Ya cumpliste 12 años y no deja de asombrarme el milagro de tu existencia. Tenía 38 cuando naciste, pero lo cierto es que hemos crecido juntos y quién sabe si yo más que tú.
No es oficio fácil el ser padre, y menos en mi situación. Pero tampoco lo es ser hijo en tus circunstancias: deambulando de cárcel en cárcel tras la huella de tus padres, haciendo largos y extenuantes viajes, soportando las aburridas colas y las revisiones a veces humillantes. Y siempre estás allí; presencia inalterable cuando tantas cosas se derrumban.
¡Cuánto hemos pasado en estos años!, ¿no? Has tenido experiencias inusuales para un niño de tu edad y es inevitable que me pregunte por aquellas cicatrices que deben haber quedado en el fondo de tu alma. Sin embargo también sé que lo vivido te ha dado mucha fortaleza, que sabrás capear los temporales y la rudeza de la vida.
Tenías menos de un año cuando por unas monedas lograba que te pasaran por el hueco de la entrega de paquetes. Así podía tenerte cargado la fugaz media hora de visita mensual, al cabo de lo cual regresabas por el mismo sitio. Rompíamos así la disposición que prohibía el contacto físico con los familiares. Conociste la trasgresión.
Cómo olvidar la ocasión en que, luego de que viajaras ochocientos kilómetros para visitarme, cierto comandante de la policía decidió prohibir el ingreso de niños. Tuviste que quedarte ahí, paradito frente al portón de metal, sin entender las misteriosas razones por las que tenías que aguardar fuera, con la vulnerabilidad de tus cuatro años, mientras otros ingresaban. Supiste entonces de las arbitrariedades del poder.
Descubriste pronto los absurdos –y los abusos– de la prisión, cuando se te antojó enseñarle a tu mamá unos trucos que habías aprendido con los naipes. Quisiste entrar al penal con ellos en la mano y te los quitaron: “¡Están prohibidos!”, espetó una policía con toda la mala leche del mundo. Al salir le reclamaste a tu otra mamá: “¡Te lo dije! Debimos haberlos escondido”.
Aprendiste también de los rigores de la clandestinidad aquellos meses del verano de 1987 en que el MRTA tomó por asalto la residencia del embajador japonés, cuando de manera extraña y confusa quisieron secuestrarte. La familia te llevó a un lugar fuera de Lima y de vuelta pasaste una larga temporada sin salir de casa. Protestabas porque se habían interrumpido tus rutinas y tus juegos, cosa que te parecía inaceptable.
No pudimos estar juntos esa etapa tan linda y complicada de los niños: la de lsa preguntas, la del “por qué esto” y “por qué esto otro”. Sin embargo, cierto día “disparaste” a boca de jarro: “¿Qué eres tú de mí?”. “Tu papá”, te contesté, mientras tú parecías procesar cierta información, y no es que no lo supieras sino que querías corroborarlo. Al poco tiempo volviste a la carga: “¿Por qué estás acá?”, indagaste. “Porque me trajeron”, respondí, con una humorada de mal gusto con la que intenté despistarte y ganar tiempo, pero me acorralaste con una precisión que me hizo dudar de que tuvieras apenas 7 años: “Lo que te pregunto es por qué te arrestaron”. Tragué saliva, activé mis neuronas y te hablé de la pobreza, de la injusticia, de los niños de la calle, del sufrimiento humano, de la solidaridad, de la lucha y de mi derrota. No sé cuán claro pude ser ni cuánto comprendiste aquella vez, pero tienes que saber que lo que reflexiono, leo y escribo desde entonces tiene como objetivo principal responder esa pregunta tuya, por si vuelves a hacerla nuevamente.
Más recientemente fue necesario hacer gestiones ante cierta autoridad que tiene que ver con mi situación jurídica. Aconsejaron que sería bueno que estuvieras allí; pero, como siempre en estos casos, tú tendrías que decidirlo. Aceptaste ir, aunque estabas comprensiblemente nervioso. Fuiste, y aunque permaneciste en silencio, cuando te preguntaron por mí tus ojos se llenaron de lágrimas. El funcionario tuvo la sensibilidad suficiente como para afirmar “ya me lo has dicho todo”. Es que, ciertamente, tu sola y voluntaria presencia era un gesto de íntima solidaridad con alguien a quien has aprendido a querer aunque nunca pudo compartir contigo los momentos cruciales de tu vida.
Ahora que estoy más cerca podemos encontrarnos con más frecuencia. Mirarnos, reconocernos, observarnos, aprendernos, hacernos amigos. Cada sábado llegas cargando algún paquete. Verte larguirucho y con el pelo largo, en pleno despertar de tu pubertad, me conmueve pero también –lo confieso– me intimida un poco. No puedo evitar preguntarme por el destino que te aguarda, así como por el de muchos otros “hijos de la guerra” (esas otras víctimas a las que nadie recuerda).
Hace unos años, cuando tu abuelita vivía, tuvo una actitud valerosa frente a ciertos problemas derivados de mi situación de preso. Pasado el incidente, comentó: “siempre fui cobarde, pero por mi hijo me he vuelto valiente”.
Cuando en la adolescencia asumí la militancia revolucionaria, mi idea del heroísmo era la entrega generosa de la vida a un ideal de justicia, y mi paradigma era el Che. Hoy, pasada tanta agua bajo los puentes, quienes me entusiasman y me conmueven son las gentes sencillas que, sin grandilocuencia, son capaces de crecerse ante la adversidad con sus dosis de heroísmo cotidiano.

* * *
La situación de las cárceles ha cambiado drásticamente en los últimos cuatro años, no sólo por la flexibilización del régimen carcelario sino también, y sobre todo, por la enorme cantidad de presos políticos que vienen alcanzando su libertad, ya sea porque cumplieron sus condenas, porque fueron absueltos en los nuevos procesos o porque obtuvieron beneficios penitenciarios.
Cualquier persona que observe de manera desprejuiciada y objetiva lo que sucede en el país encontrará que estos cambios en las prisiones no se están traduciendo en reactivación de la violencia, como pretendieron algunos de manera interesada, creando una corriente tal en la opinión pública que la propia CVR excluyó a los presos de su proyecto de “reconciliación nacional”. Nuestras heridas, que por cierto las había, no eran relevantes. Es una constatación y no una queja.
Pero a falta de guerra real, tenemos en cambio una resonante guerra virtual, mediática, construida sobre fantasmas y rencores macerados, alimentada en los dos campos por personajes anclados en el pasado: unos, que desde el poder les interesa manipular el miedo colectivo; los otros, que no sacan lecciones de la derrota ni asumen a plenitud sus responsabilidades, manteniendo ideologías trasnochadas. A veces pienso que el supuesto resurgimiento de la subversión con que se montan periódicamente las campañas psicosociales puede terminar siendo una profecía autocumplida. “Toda repetición es una ofensa”, reza un vals; pero en este país desmemoriado todas las ofensas son posibles.
El capítulo de la violencia política se cerró, pero las condiciones que la hicieron posible siguen ahí. Valdría la pena no olvidarlo.

Lima, agosto del 2004.
Alberto Gálvez Olaechea