sábado, 10 de septiembre de 2011

RECONCILIAR A MARX CON BAKUNIN


Andrés Herrero
Rebelión

06-02-2006

Vivimos en la civilización de la posesión y la desigualdad, y no de la libertad, la democracia y los derechos humanos, que son solo eslóganes publicitarios del sistema.

La vida bajo el capitalismo se reduce a la economía. Lo que se vote es irrelevante. Lo que cuenta es tener o no. Cuanto cuesta vivir, cuanto comprar una vivienda, cuanto alimentarse, curarse o morir. Todos llevamos una etiqueta con el precio puesto. Si la mujer ha logrado equipararse al varón, ha sido entre otras cosas, porque al capital le pareció rentable emanciparla de los fogones y tareas domésticas, para ponerla a trabajar para él en fábricas y oficinas. Los derechos en el capitalismo se adquieren con dinero. La diferencia entre un jeque y un moro de patera, la establece el pozo de petróleo y la cuenta corriente.

La esencia del capitalismo es el lucro, conocido también por el nombre menos fino, de rapiña.

Sin ningún género de duda, la propiedad privada es el primer mal, el pecado original de la humanidad. Marx tenía toda la razón cuando reivindicó la propiedad colectiva de los medios de producción para evitar la explotación del hombre por el hombre, pero se equivocó en el procedimiento elegido.

Porque el poder resulta tan nefasto como la propiedad privada.

El poder implica por definición desigualdad, y no puede ser por tanto un medio válido para conseguir igualdad. La economía planificada y la dirección desde arriba constituyen un grave error. No se trata de conquistar y ocupar el poder, sino de desmontarlo. El culto al cargo desemboca en el culto a la personalidad. Tan parásita resulta la casta burocrática como la clase capitalista. De hecho, ambas son perfectamente intercambiables, como todos hemos visto con la privatización de los regímenes comunistas, cuando los jerarcas del aparato, se reconvirtieron de la noche a la mañana, en multimillonarios.

Los mismos perros con distintos collares, que todo cambie para que todo siga igual. El poder constituye el caldo de cultivo idóneo, para que medren tipos habilidosos, hechos de esa pasta especial, mezcla de ambición, codicia, falta de escrúpulos y oportunismo.

El problema radica en la naturaleza humana, y por eso, cualquier sistema que conceda atribuciones y poder a unos seres humanos sobre otros, estará condenado de antemano al fracaso.

Dará igual que la élite sea familiar, proletaria, étnica, científica, religiosa, militar, de partido, de origen divino, de sabios, de magnates o de cocineros. Las jerarquías y desigualdades de poder entre humanos, son y seguirán siendo la fuente de todos los privilegios y abusos.

Por eso, concentrar los esfuerzos en eliminar la propiedad privada, sin intentar acabar simultáneamente con el poder - los dos males que corroen al hombre y a la sociedad -, supone quedarse a mitad del camino.

Ese es el punto en el que ambos revolucionarios, Marx y Bakunin no se pusieron de acuerdo, y en el que ahora deben confluir, reconciliando el rigor alemán, con la independencia eslava.

Solo de esa manera el anarquismo podrá superar las debilidades y contradicciones irresolubles que lo lastran desde su origen: ¿Cómo vencer al poder sin poder? ¿Cómo enfrentarse a las fuerzas combinadas del capitalismo y del estado, sin una organización sólida, que posea una dirección, una estrategia y unos objetivos bien definidos?

Por temor a contaminarse no puede uno quedarse en la inacción. El método asambleario no ha resultado ser adecuado para la toma de decisiones que exigen rapidez, y en la práctica, se ha revelado tan ineficaz para cambiar el curso de los acontecimientos, como las bombas, atentados y sabotajes con que debutó en su día el anarquismo, y que hoy día son ya historia. La atomización y la dispersión, no han sido tampoco armas que hayan favorecido precisamente la necesaria coordinación de esfuerzos. Cualquier ejército provisto de un mando único y centralizado, aplastará sin esfuerzo a las partidas rebeldes que se le opongan.

Hace falta algo que sea más consistente. Solo con la conciencia limpia no se triunfa. Una izquierda sin organización, no es izquierda. Las cosas van por otro lado.

Transformar la sociedad requiere:

• Una toma generalizada de conciencia por parte de la ciudadanía, cuanto más amplia, mejor.
• Que coincidan los intereses de la mayoría con la dirección del cambio.
• Articular, dinamizar e impulsar éste.

Los avances en el primer punto resultan muy lentos, debido al adoctrinamiento recibido desde la infancia por parte del sistema educativo, reforzado por el lavado de cerebro al que los medios de comunicación, monopolizados por el capital, nos somete continuamente.

Pero el segundo apartado es el que quizá resulta más conflictivo a nivel personal, porque aunque pensemos de izquierda, vivimos de derecha, y como bien señaló Marx, no se vive como se piensa, sino que se piensa como se vive, lo que es exactamente lo contrario. La ideología sucumbe ante el negocio. Todos tenemos algo que perder, y el consumo, el bienestar material y la comodidad, minan la voluntad colectiva. El voluntarismo y las buenas intenciones, lo único que hacen es que nos sintamos mejor con nosotros mismos, sin cambiar nada.

El último aspecto es el que exige un compromiso más serio. Pasar del campo de las declaraciones al terreno de los hechos, significa:
1. Dar la batalla de las ideas, elaborando una alternativa ideológica, viable y clara para todos.
2. Involucrarse en el terreno económico, impulsando proyectos alternativos y cooperativos en todos los campos productivos: agrícola, industrial, comercial, científico, artístico, cultural, etc.
3. Entrar en el escenario político, por medio de un movimiento participativo de nuevo cuño, extendido a escala global.

Para ser eficaces, los tres frentes deben actuar al unísono, contando con la reacción violenta del sistema y preparados para ella, porque un imperio dispuesto a utilizar bombas atómicas para mantener su hegemonía, no se va a quedar cruzado de brazos ante semejante desafío.

El gran problema sigue siendo construir organizaciones de base, igualitarias, democráticas y no jerárquicas, que logren ser eficaces sin autoritarismo, sabiendo conciliar los liderazgos naturales con la ausencia de prerrogativas. Un modelo en el que nadie ostente más derechos que nadie, con independencia de su capacidad de decisión, y en el que los puestos - que no cargos - respondan a tareas especializadas, sin conllevar estatus, prebendas y atribuciones sobre los demás.


Organizaciones con responsabilidad compartida, basadas en el respeto absoluto a la mayoría, y no en la sumisión de ésta a la voluntad de quienes desempeñan labores directivas. Organizaciones e instituciones en las que los nombramientos se efectúen desde abajo y no desde la cúpula, con una forma cooperativa de funcionar; algo que en los miles de años que nuestra especie lleva rodando sobre la Tierra, todavía no ha aprendido a hacer.

Bakunin, en Dios y el Estado, hace unas interesantes reflexiones al respecto:

"Una academia científica, incluso la de los hombres más ilustres, acabaría indefectiblemente por corromperse moral e intelectualmente. Esta es la historia de todas las academias. El mayor genio científico, desde el momento en que se convierte en académico, en sabio oficial, patentado, pierde su espontaneidad, su atrevimiento; sin duda gana en cortesía y sabiduría utilitaria y práctica, lo que pierde en potencia de pensamiento, porque toda posición privilegiada mata el espíritu y el corazón de los hombres.

Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o la del ingeniero. Pero no dejo que se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio.

Les escucho libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter y su saber, pero me reservo el derecho incuestionable de crítica y de control. No me contento con consultar a una sola autoridad especialista, consulto varias; comparo sus opiniones, y elijo la que me parece más justa.

Pero no reconozco autoridad infalible, ni aun en cuestiones especiales; por consiguiente, no obstante el respeto que pueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de tal o cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie.

Una fe semejante sería fatal a mi razón, la libertad y al éxito de mis empresas; me transformaría inmediatamente en un esclavo estúpido y en un instrumento de la voluntad y de los intereses ajenos. Si me inclino ante la autoridad de los especialistas, y me declaro dispuesto a seguir, en una cierta medida, durante todo el tiempo que me parezca necesario sus indicaciones y aún su dirección, es porque esa autoridad no me ha sido impuesta por nadie.

La más grande inteligencia no podría abarcarlo todo. De donde resulta para la ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida humana. Cada cual es dirigente y dirigido a la vez. Por tanto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.

Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna de derecho, porque toda autoridad o toda influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, se convierte pronto en una opresión y en una mentira, que nos conduce indefectiblemente, a la esclavitud y el absurdo".

La especialización del tipo que sea, no tiene porque reportar ventajas a nadie. Cualquier jerarquía de talentos ha de ser abolida. Ninguna profesión tiene porque ser considerada superior a otra, ni remunerada más que ella: el médico más que el albañil, el agricultor más que el maestro, el juez más que el minero (los que se asusten con esta clase de razonamientos, deberían recordar que nuestra sociedad paga mejor a futbolistas, cantantes o estrellas de cine, que a cirujanos e investigadores, y ve absolutamente normal que se recompense más el entretenimiento que la salud).

En una sociedad un poco más sana, organizada en comunidades de dimensión humana, y construida desde abajo, solo debería haber límites a lo que una persona puede ganar, no a lo que puede hacer. El ser humano, tendría que dedicar menos de la mitad de la jornada actual a tareas especializadas, ya que las no especializadas serían asumidas por todos sin excepción. Las diferencias salariales, caso de permitirse, serían mínimas. El estímulo provendría de desempeñar la labor que a uno le gusta, en las condiciones adecuadas, gozando de reconocimiento ajeno. Sería la propia comunidad, por poner un ejemplo, la que debería decidir quien merece ocupar una vivienda, y sería también ella la encargada de resolver los conflictos que se suscitasen en su seno. Rebelión, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=19926, mostró cual podría ser el camino para la toma correcta de decisiones colectivas.

Nada de esto es imposible: los que piensen que éstos son planteamientos excesivamente utópicos e irrealizables, tendrían que comprender que no nada hay más inviable e insostenible que la actual sociedad.

Pero mientras el ser humano no aprenda a compartir personas y bienes, seguirá estando en la edad de piedra, y por más sofisticados que sean sus juguetes tecnológicos, no conseguirá vivir en paz consigo mismo ni con los demás.

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