miércoles, 22 de febrero de 2012

DEMOCRACIA Y DICTADURA EN MARX


Entrevista a Gerardo Pisarello sobre "Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático" (II)
“En Marx, el comunismo y el socialismo revolucionario aparecen como una radicalización de la democracia”

Salvador López Arnal
Rebelión
22-02-2012

Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, miembro del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC), activista incansable, maestro –a pesar de su juventud- de estudiantes universitarios y ciudadanos entre los que tengo el honor de incluirme, Gerardo Pisarello es autor y editor de numerosos artículos de investigación, formación y divulgación sobre constitucionalismo, democracia y derechos humanos. Miembro del consejo editor de Sin permiso y de otras revistas imprescindibles, admirado articulista de Público, Gerardo Pisarello es autor de Los derechos sociales y sus garantías. Elementos para su reconstrucción (2007), publicado por Trotta, la editorial donde se ha publicado Un largo Termidor, nudo central de esta entrevista, y ha sido editor, junto a Antonio de Cabo, de La renta básica como nuevo derecho ciudadano (2006) y Los fundamentos de los derechos fundamentales (2009), además de editor del ensayo de Luigi Ferrajoli, Razones jurídicas del pacifismo (2004).

Su última publicación, al alimón con Jaume Asens, otro jurista imprescindible, lleva por título: No hay derecho(s). La ilegalidad del poder en tiempos de crisis (Icaria, Barcelona, 2012).

*

- Nos habíamos quedado en la Revolución francesa. ¿Por qué asocias la revolución francesa con la democracia plebeya? ¿Qué es eso de la democracia plebeya?

Al igual que las revoluciones republicanas inglesa y estadounidense, la francesa abrió un complejo e intenso proceso democrático. Con la caída de la monarquía, en 1792, ese proceso se profundizó y colocó a los sectores plebeyos urbanos y campesinos en el centro de la escena. Fue entonces cuando la noción de democracia recuperó su sentido primigenio de movimiento de avance de las clases populares. Una parte del programa de dichas clases se materializó en la Constitución jacobina de 1793, la más avanzada y democrática, a pesar de sus límites, de los tiempos modernos.

- ¿Crees que la figura de Robespierre es actualmente vindicable por la izquierda? ¿No fueron los jacobinos un pelín autoritarios? ¿No abonaron en exceso el centralismo?

Lo que es inaceptable es la leyenda negra urdida por cierta historiografía liberal y conservadora. Robespierre pudo cometer errores, pero fue uno de los dirigentes más lúcidos y probos del movimiento popular que condujo a la proclamación de la República y a la profundización de la democracia. Criticó sin ambages el terror punitivo de la monarquía, denunció al colonialismo francés de ultramar, se opuso al sufragio censitario, condenó la acumulación especulativa de la propiedad y defendió la ampliación de los derechos políticos y sociales de las clases populares. La acusación de tiranía es una infamia de sus detractores. Robespierre careció prácticamente careció de poder ejecutivo. No tuvo a su servicio ninguna policía secreta, y en un momento en que la revolución estaba asediada militarmente por las potencias extranjeras y contaba con violentos enemigos internos, exhibió un fuerte sentido de la autocontención. Esto no supone negar los disparates cometidos, no solo por los jacobinos, sino por otros grupos y actores durante el llamado terror. Basta leer las advertencias de Tom Paine a Danton sobre los peligros de una revolución incapaz de fijarse límites morales y jurídicos en el trato con sus adversarios. Lo que no es de recibo es cargar con el grueso de esos errores a Robespierre, quien vivió aquella coyuntura de manera trágica y puso especial celo en minimizar la violencia. Incluso algunos críticos lúcidos del jacobinismo, como Babeuf o el propio Paine, lo vieron claro tras la llegada del terror termidoriano. En fin, creo que más que reconocerse en el jacobinismo o en el anti-jacobinismo, las izquierdas deberían esforzarse en seguir el consejo de Kautsky de 1919: evitar que las querellas entre los Danton, los Hébert y los Robespierre se conviertan en disputas fratricidas que acaben allanando el camino a la reacción más descarnada.

- ¿Qué pensador político te interesa más de todo aquel conjunto de ilustrados que asociamos a la gran revolución popular francesa?

El impulso democratizador de la revolución dio grandes nombres, no solo en Francia sino más allá de sus fronteras. Notables agitadores y dirigentes populares como Marat, Saint-Just o Robespierre. Aguerridas defensoras de los derechos de las mujeres, como la girondina Olympe de Gouge o como las revolucionarias jacobinas Claire Lacombe o Pauline Leon, que llegaron a pedir armas para defender las conquistas políticas y sociales de las clases plebeyas. Internacionalistas insobornables, como Tom Paine, que había participado en la lucha independentista norteamericana y que alentó el republicanismo democrático y el anticolonialismo allí donde le tocó actuar. También quedarán ligados a la revolución nombres como el de Mary Wollstonecraft, la gran feminista republicana inglesa. O como el de Toussaint L’Ouverture, el esclavo que, bajo la inspiración emancipadora de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, encabezó el movimiento de jacobinos negros que conduciría a la independencia de Haití.

- “La hegemonía de un liberalismo conservador de cuño doctrinario intentó barrer de la conciencia popular la memoria del republicanismo democrático y plebeyo”. Con estas palabras abres el capítulo 3 de tu libro. Dos preguntas sobre el paso: ese intento de barrer de la conciencia popular la memoria del republicanismo plebeyo, ¿siguió un plan elaborado? ¿Hubo diseño? Por otra parte: ¿qué es el liberalismo doctrinario? ¿Cuáles fueron las principales críticas que se formularon contra él?

No sé si se trató de un diseño. Lo cierto es que tras la caída de Robespierre y Saint-Just, se produjo una represión encarnizada de los movimientos populares que habían crecido tras la proclamación de la República. Este terror blanco, propio de las grandes olas históricas de desdemocratización, tuvo un reflejo inequívoco: la Constitución de 1795. Este texto planteó un diseño institucional elitista, reintrodujo el sufragio censitario y rebajó el alcance, en general, de los derechos. Esta sería la seña de identidad del liberalismo doctrinario posnapoleónico: restricción de los derechos políticos y sociales, blindaje del derecho de propiedad privada y reconocimiento selectivo de algunas libertades civiles. Una ideología en la que, con matices, se sintieron cómodos gente como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville. Ambos fueron liberales inteligentes. Pero el suyo fue un liberalismo anti-democrático y conservador, aterrado por el ascenso de las mayorías. El miedo a la presión popular de Constant o de Toqueville, de hecho, contrasta nítidamente con el pensamiento revolucionario de Locke o del propio Kant, que elogió a la revolución francesa, incluso tras el convulso período jacobino. Y contrasta también con la sensibilidad de liberales igualitarios posteriores como Stuart Mill, que se acercó al socialismo, o como los liberales agraristas latinoamericanos. Muchos liberales y neoliberales actuales obvian estas distinciones. Con ello, intentan apropiarse de pensadores que defendieron intereses bastantes alejados de los suyos y negar, a la vez, los componentes elitistas y antidemocráticos presentes en su propias concepciones.

- Citas a Luciano Canfora en varias ocasiones a lo largo de este tercer capítulo. ¿Qué opinión te merecen sus aportaciones en este ámbito?

La crítica de Canfora al liberalismo doctrinario y conservador del siglo XIX es uno de los aspectos que más me interesa de su obra. Igual que la denuncia de sus vínculos con cierto neoliberalismo actual, que sólo acepta la democracia cuando, a través de los sistemas electorales o de los mecanismos de financiación de los partidos, consigue convertirla en un principio inofensivo. Ese Canfora resulta muy inspirador. No me ocurre lo mismo con algunas de sus lecturas del mundo antiguo, a pesar de su indiscutible competencia en la materia. O con su análisis, ya en el siglo XX, de fenómenos como el estalinismo y de su influencia en la tradición comunista. En mi opinión se trata de una lectura demasiado complaciente, en la línea, por momentos, de autores como Domenico Losurdo. Prefiero la visión más laica y compleja que ofrece Josep Fontana en su reciente reconstrucción de la historia universal de los últimos 70 años.

- En Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945.

Exacto. En mi opinión es un trabajo imponente. De entrada, si se compara con otros empeños cercanos, como el de Hobsbawm, se advierte la especial sensibilidad de Fontana por las periferias, por la cuestión nacional y por las luchas anticoloniales en África, Asia y América. Y luego está la manera de medirse con temas espinosos como el imperialismo estadounidense, los regímenes burocráticos del Este o las deserciones de la socialdemocracia. Sorprende la sensatez, el rechazo de los maniqueísmos y la adopción, siempre, de una visión empática con las víctimas y con las alternativas más democráticas, a menudo frustradas. Cuando se ve la manera de trabajar de Fontana, en verdad, es inevitable percibir un cierto esquematismo en los propios planteamientos.

- ¿Quién fue Isabella Baumfree? ¿Queda algo de sus aportaciones y luchas?

La “primavera europea” de 1848 tuvo una cierta correspondencia del otro lado del océano. En los Estados Unidos, se manifestó en la irrupción de un importante movimiento de defensa de los derechos de las mujeres. Este movimiento mantuvo vínculos estrechos con el movimiento abolicionista. Isabella Baumfree fue el nombre de esclava de una activista afroamericana conocida como Soujourner Truth –algo así como la Verdad que Permanece- que defendió enérgicamente ambas causas. En 1861 pronunció un famoso discurso -¿No soy acaso una mujer?- y apoyó al ejército de la Unión en su lucha contra el sur esclavista. Llegó a entrevistarse con Lincoln, pero cuando pidió tierras para los esclavos liberados, dejó de resultar tan simpática. Desde entonces, ha recibido algunos homenajes institucionales, pero también ha sido bandera de movimientos anti-racistas y de feministas heterodoxas como bell hooks.

- Afirmas que Marx se sentía heredero de la tradición republicano-democrática. ¿Qué significa sentirse “heredero” de una tradición? ¿Qué aspectos de esa tradición republicana eran del agrado o fueron asumidos por el revolucionario de Tréveris?

Marx era un pensador original. Pero no pretendía comenzar de cero, ni hacerlo de espaldas al movimiento real de las cosas. Su pensamiento se inscribía, en efecto, en una tradición republicana que había entendido bien el papel decisivo que las cuestiones económicas desempeñaban en la historia, así como su estrecha interacción con las político-jurídicas. De ahí sus elogios a Aristóteles o a Maquiavelo. Por otro lado, se identificaba con la tradición de los oprimidos, e intentó vincularla con el movimiento democrático de masas de su tiempo. En Marx, el comunismo y el socialismo revolucionario aparecen como una radicalización de la democracia. Como una vía para la construcción de una asociación republicana de productores libres. Esta identificación entre comunismo y democracia desde abajo implicaba, como en Flora Tristán, que la emancipación de los trabajadores fuera obra de los propios trabajadores. Tanto las reflexiones teóricas de Marx como sus opciones prácticas reflejaron esta convicción. Se incorporó a la política como redactor de un periódico que representaba la izquierda del movimiento democrático alemán. Y en ese espacio se mantuvo con Engels a lo largo de su vida. Una de las primeras agrupaciones a la que pertenecieron se llamaba Fraternal Democrats y estaba vinculada al movimiento cartista inglés, al que apoyaron. En su exilio de Bruselas, organizaron a los “comunistas democráticos alemanes”, con la misión, otra vez, de trabajar por la unión y el acuerdo de los partidos democráticos de todos los países. Esto no les impidió, desde luego, ejercer una crítica vigorosa al interior de dicho movimiento. En su glosa al Programa de Gotha, por ejemplo, Marx lanzó dardos mordaces contra lo que llamó “el democratismo que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía y vedado por la lógica”. Su aspiración, en efecto, no era un capitalismo reformado, sino la democratización radical de la sociedad. Una superación de la división en clases que permitiera a las personas desarrollar al máximo sus potencialidades. Marx no dejó claro cuál debía ser la estrategia para acceder a ese objetivo. Criticó, eso sí, las que le parecían inviables: los utopismos elitistas, las pequeñas sectas comunistas. Pero también las ilusiones del socialismo de Estado o la entrega a algún “salvador” carismático. Su crítica anticapitalista, en realidad, avanzó siempre en polémica con estas alternativas.

- ¿Qué aportó a la tradición de la democracia republicana la experiencia de la Comuna de París?

La Comuna de París fue un valiente y creativo ensayo de radicalización democrático, realizado en un contexto muy complicado y contra adversarios muy poderosos. En el terreno institucional, la Comuna introdujo medidas audaces, como la elección popular y la revocabilidad de todos los cargos públicos, desde los administrativos hasta la judicatura. Y limitó sus ingresos al salario de un obrero medio. Todo esto conserva notable actualidad. También procuró llevar estos principios al orden económico y social. Condonó alquileres, municipalizó el servicio de empleo, promovió la gestión de fábricas y talleres cerrados por cooperativas de obreros. Y todo ello con un espíritu fuertemente igualitario, que dio un notable protagonismo a los extranjeros y a las mujeres. Naturalmente, no fue una experiencia idílica. Se cometieron errores en el plano económico; hubo problemas para articular los mecanismos de democracia directa con los representativos y quedaron tareas pendientes, como el establecimiento de vínculos entre los trabajadores urbanos y el campesinado. Lo que ocurre es que muchas de estas tareas podrían haberse acometido de no mediar el asedio criminal del ejército de Versalles y sus cómplices. Por eso, a pesar de sus límites, la Comuna ha permanecido como ejemplo de lucha democrática desde abajo. Como muestra de lo que las gentes de abajo son capaces de hacer cuando deciden “asaltar el cielo” y tomar el control de sus vidas.

- La categoría “dictadura del proletariado”, ¿hay que ubicarla en el archivo de los disparates persistentes y no volverla a extraer de allí?

Creo que la categoría está desprestigiada, pero las cuestiones de fondo a las que apunta no han desaparecido. En sociedades profundamente desiguales, la democratización implica conflicto. Porque supone la remoción de privilegios férreos, que no se ceden de buena voluntad. Marx y Engels, como Maquiavelo y muchos otros republicanos, pensaban que esto no podía hacerse sin fuerza. Y que la única manera de que ese uso de la fuerza no derive en despotismo o en simple arbitrariedad, es que sea ejercido por las mayorías sociales, en un contexto de amplio pluralismo. La noción de dictadura del proletariado pretendía ser eso. Un momento excepcional, pero necesario, de fuerza, que permitiría a las mayorías sociales doblegar la resistencia de las minorías privilegiadas. El modelo era la dictadura comisaria romana. Una institución republicana que admitía una cierta concentración de poderes pero limitada en el tiempo y sometida a controles. No se trataba, pues, de una carta blanca para la violencia indiscriminada. Lo que Marx tenía en mente era, aunque hoy suene contradictorio, una dictadura democrática. Algo parecido a lo que vio en la Comuna parisina de 1871. Lo que vino después, los regímenes despóticos de Stalin o de Pol Pot, no tienen nada que ver con eso. Fueron dictaduras, sí, pero no del proletariado sino sobre él y sobre la disidencia, muchas veces comunista, socialista, anarquista. Estas experiencias, y la de otras dictaduras criminales como las de Hitler, Mussolini, Franco o Pinochet, han emponzoñado la categoría. Pero ningún proyecto emancipatorio puede eludir el debate de fondo que subyace a ella. La relación entre la eliminación de la injusticia, de la opresión, y la necesidad de la fuerza. Pensemos en el poder concentrado por el capital especulativo, por las empresas transnacionales, por las grandes oligarquías económicas. No son fenómenos que puedan removerse a través del simple diálogo, de la acción comunicativa. También hace falta fuerza. El desafío es evitar que ese uso de la fuerza se traduzca en un empobrecimiento de las libertades democráticas, que engendre lógicas militaristas irreversibles o que derive en nuevas formas de despotismo. Y para que ello no ocurra debe pensarse como una fuerza capaz de minimizar la violencia, de imponerse límites y de someterse a controles jurídicos. Porque hasta los “propios” pueden, sin controles, ceder a la arbitrariedad. Esta es, al menos, la lección que arrojan las trágicas experiencias del siglo XX.

- Pasamos al siguiente capítulo y a la parte final de la entrevista. ¿Te parece?
Me parece.

Nota
[*] La primera parte de la entrevista puede verse enhttp://www.rebelion.org/noticia.php?id=144704
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

No hay comentarios: