viernes, 1 de julio de 2016

LA COMUNA INSURRECTA PROPONE LA SUPRESIÓN DE TODA DELEGACIÓN DE PODERES[1]




Referimos a un movimiento indígena, a sus propuestas, exige pues ir más allá de los sórdidos acomodamientos urbanos de ciertos estratos dirigentes. Incluso, requiere ir más allá de la pálida traducción escrita con la que los cronistas modernos intentan retratar el sentido propositivo de lo indígena: aquí incluyo tanto a los historiadores de origen nativo, como a las publicaciones indianistas.

Es necesario comprender las vehemencias programáticas de la asociación comunal, diariamente reinventada, y el lenguaje terrible de la acción común. Ciertamente, esta ruta que proponemos es una opción que podemos llamar "metodológica", que busca hablar de la exuberancia de las propuestas enunciadas por el "movimiento indígena", no en las argucias discursivas de lo dicho y lo escrito, sino en el carácter inquebrantable de lo hecho directamente, sin más mediación que el compromiso de la voluntad actuante. Postulamos entonces a la comunidad y a sus rebeliones como fundamento esclarecedor de lo llamado "indígena".

Porque, ¿qué es lo que hoy nos permite referirnos a lo "indígena", como provisional categoría social de inocultable consecuencia política y expositiva, si no es la comunidad "realmente existente"? Es la vigencia de la comunidad, en resistencia y retirada simultánea, lo que define a lo "indígena" en sus potencias y en sus debilidades; incluso, el hecho de que lo indígena no sea solamente un asunto rural, sino que también abarque los diferentes anillos concéntricos de las zonas urbanas y sus oficios, encuentra su explicación en la fuerza expansiva de la comunidad agraria, en la capacidad de reconstruirse parcialmente en otros campos sociales. Igualmente, hay un "problema indígena" para el Estado, allá donde existen trazos de comunidad; sin la comunidad, lo indígena deviene un asunto de marginalidad suburbana o reclamo campesino.

¿Y qué es entonces esa comunidad capaz de engendrar un movimiento social del ímpetu que todos conocemos? Independientemente de las precisiones sociológicas y la abundancia de variaciones locales, es una forma de socialización entre las personas y de la naturaleza; es tanto una forma social de producirla riqueza como de conceptualizarla, una manera de representar los bienes materiales como de consumirlos, una tecnología productiva como una religiosidad, una forma de lo individual confrontado a lo común, un modo de mercantilizar lo producido, pero también de supeditarlo a la satisfacción de usos personales consuntivos, una ética y una forma de politizar la vida, un modo de explicar el mundo; en definitiva, una manera básica de humanización, de reproducción social distinta y, en aspectos relevantes, antitética para el modo de socialización emanado por el régimen del capital; pero a la vez, y esto no hay que eludirlo, de socialización fragmentada, subyugada por poderes externos e internos, que la ubican como palpable realidad subordinada. La comunidad personifica una contradictoria racionalidad, diferente a la del valor mercantil, pero subsumida formalmente por ella desde hace siglos, lo que significa que, en su autonomía primigenia respecto al capital y centrada en el orden técnico procesal del trabajo inmediato, se halla sistemáticamente deformada, retorcida y readecuada por los requerimientos acumulativos, primero del capital comercial y luego del industrial.

La historia de la comunidad, de sus condiciones de cambios, no hay duda, es el cuerpo unificado de esta descarada guerra entre dos lógicas civilizadoras y la persistencia de los propios comunarios de sostener el curso de esa conflagración. De aquí que sea imposible entender el cauce de mayor protagonismo de las luchas "indígenas" al margen de las campañas de exacción económica y política lanzadas por el Estado contra las comunidades dispersas.

La comunidad, por tanto, lleva el sello de la subalternidad a la que ha sido arrinconada y de la que no ha podido sustraerse hasta ahora. De igual manera, los distintos tipos de unificación intracomunal, ya sean en la forma de resistencia a las imposiciones estatales o de demanda por sus exclusiones, cargan el efecto de esta supeditación colonial que, paradójicamente, es renovada por la resistencia y la demanda. El movimiento de caciques apoderados de las primeras décadas del siglo XX, o de las nuevas leyes agrarias desde 1984, muestran que hay interpelaciones al Estado que son al mismo tiempo su convalidación como tal, esto es, con derecho a decidir sobre el destino de todos, pero atendiendo los reclamos que sus gobernados le piden tomar en cuenta. En este caso, la conminatoria es una radicalización extrema de la obediencia aceptada. Ya sea como temores avivados, autodesprecios practicados, faccionalismos y localismos, las supeditaciones consentidas e interiorizadas condicionan los actos de resistencia comunal contra los gobernantes y, hasta cierto punto, no es extraño que personalidades destacadas en estas luchas prefieran, de un momento a otro, descargar contra los suyos los padecimientos hasta aquí soportados, convirtiéndose en cómplices conscientes de los abusos estatales. La fuerza de la subalternación es tan contundente, que incluso está interiorizada en las estructuras reproductivas e imaginativas de las entidades familiares de las comunidades, por lo que la superación de esta subalternidad es tanto una cuestión de transgresión moral como de revolucionarización productiva.

Esto es precisamente la rebelión. Es en ella que se cumple la sentencia catastrofista de Guamán Poma y de Hegel respecto al "mundo al revés". En la rebelión comunal, todo el pasado se concentra activamente en el presente; pero a diferencia de las épocas de quietud, donde el pasado subalterno se proyecta como presente subalternado, ahora es la acumulación del pasado insumiso el que se concentra en el presente para derrocar la mansedumbre pasada. Es pues un momento de ruptura fulminante contra todos los anteriores principios de comportamiento sumiso, incluidos los que han perdurado en el interior de la unidad familiar. El porvenir aparece al fin como insólita invención de una voluntad común que huye descaradamente de todas las rutas prescritas, reconociéndose en esta audacia como soberana constructora de sí misma. Este contenido reconstructivo e inventivo de comunidad, a cargo de los hombres y mujeres de las comunidades participantes de la rebelión, es lo que queremos ahora reivindicar como "texto" en el cual ir a descubrir el programa social verificable de los movimientos indígenas.

Sólo cuando la comunidad sale en rebelión, es capaz de derogar de facto la fragmentación en la que hasta hoy ha sido condenada a languidecer, y rehabilita los parámetros comunales de la vida cotidiana como punto de partida expansivo de un nuevo orden social autónomo. Esto significa que es en estos momentos que el mundo comunal-indígena se desea a sí mismo como origen y finalidad de todo poder, de toda identidad y todo porvenir que le compete; sus actos son la enunciación tácita de un orden social que no reconoce ningún tipo de autoridad ajena o exterior que la propia autodeterminación en marcha. Que esta manera protagónica de construir el porvenir común reivindique a la vez una figura social-natural distinta de la reproducción social (autodeterminación nacional-indígena), o transite por la refundación de la existencia en coalición pactada con la plebe urbana (lo nacional-popular), nos exige indagar sobre las distintas formas de la constitución nacional de las sociedades. Respecto a estas opciones, el moderno Estado nacional es apenas una particularidad suplantadora y tiránica de estas energías.

Con la rebelión, así como con la forma comunal de producir, la comunidad deja de ser catalogada como una reliquia de épocas remotas, y se relanza como basamento racional de una forma superior de producir autónomamente la vida en común, la política de la comunidad deja de ser un aditivo "étnico" con el cual edulcorar localmente el predominio de la democracia liberal, y se muestra como posibilidad de rebasamiento de todo régimen de Estado.

Claro, la comunidad insubordinada, más que el ejercicio de una democracia directa, que podría complementar la democracia representativa, como arguye cierto izquierdismo frustrado, lo que efectivamente postula es la supresión de todo modo de delegación de poderes en manos de especialistas institucionalizados. El aporte de la comunidad a las prácticas políticas no es tanto la democracia directa, ni tampoco se contrapone irremediablemente a la democracia representativa; aunque es cierto que la primera es consustancial a las prácticas comunales, la segunda le permite en ocasiones coordinar criterios a una escala territorial y poblacional más amplía. La auténtica contribución de la comunidad en rebelión es la verificable reapropiación, por parte de la gente comunalmente organizada, de las prerrogativas, de los poderes públicos, de los mandos y de la fuerza legítima anteriormente delegada en manos de funcionarios y especialistas.

Cuando la comunidad se rebela, está disolviendo el tiempo de retar al Estado en la práctica de los acontecimientos de la rebelión. En primer lugar, recupera para sí el uso legítimo de la violencia pública, hasta aquí monopolizada por los cuerpos represivos del Estado. Ahora, en cambio, la fuerza emerge como una plebiscitaria voluntad colectiva practicada por todos los que lo decidan, con las mismas comunidades, las que insurgen como órganos simultáneamente deliberativos y ejecutivos, pues hacen uso de la fuerza armada, si es que la necesitan, simplemente como una de las actividades ético-pedagógicas del cumplimiento de sus decisiones acordadas. El efecto de coerción, bajo esta nueva forma social de aplicarlo, ya no es una imposición arbitraria aplicada a otros; simplemente es una protección de los acuerdos adoptados emprendida por la multitud comunal como un todo actuante.

Sin duda, la legalidad queda trastocada de cuajo. El juez, el tribunal, los códigos y todas las tecnologías institucionales, que posibilitan el acaparamiento del sentido social de justicia por un staff de cuadros corporativos al servicio del Estado, son derrocados como portadores de legalidad reconocible. En sustitución, la ley es la decisión colectiva del tumulto y las normas morales que guían su aplicabilidad fluyen como recomendaciones propagadas por las personas más prestigiosas, que carecen de autoridad institucional alguna.

En este desafío ritualizado a los poderes disciplinarios, la voluntad comunal insurrecta, encumbrada a través de antiguas señas que acarician la memoria imaginada de antiguos derechos, es ejercida como soberano fundamento de todo poder. Estamos por tanto ante una nueva forma de sensación y producción del poder social, en la que la gente aparece como consciente sujeto creador de su destino, por muy trágico que éste pueda ser; en tanto que el viejo poder, enajenado como Estado, retorna a la fuente de donde se autonomizó: las personas sencillas, de carne y hueso, los creadores del mundo y de la riqueza, que se reasumen como los verdaderamente poderosos. La desenajenación del poder político y económico, moral y espiritual, es por ello la gran enseñanza legada por las contemporáneas revueltas indígenas continentales
de estos últimos años.

El movimiento indígena, si alguna característica notable tiene, si alguna enseñanza y reto hay en los acontecimientos de Chiapas, del altiplano aimara, del Chapare, es esta reinvención de la política como reabsorción por las mismísimas comunidades de todos los poderes públicos. Practicar así la política constituye un golpe mortal al Estado del Capital y a todos sus cachorros, que bajo distintas ideologías, se profesionalizan para acceder a su administración. Paralelamente, es una invitación a una razón política que no delega a nadie la voluntad de hacer y decidir el destino propio; y, por el contrario, exige la autodeterminación común en todos los terrenos de la vida cotidiana, la insumisión a todos los poderes disciplinarios, sean cuales sean éstos; la creación autónoma de los requerimientos insatisfechos; la intercomunicación de estas alevosías entre todos los que las practican.

La pertinencia actual de estas reflexiones prácticas propuestas por las rebeliones indígenas radica en que, a despecho de los bufones del liberalismo, pone en el tapete la discusión de la superación crítica, tanto de la descomunal estafa histórica equivocadamente llamada "socialismo real", como de la ilusión académica llamada "fin de la historia". A la vez, a la luz de las rebeliones comunal-indígenas es posible reencontrarse con otras formas de comunidades insurgentes de obreros y de la plebe urbana, que desde hace más de cien años pugnan por abrirse camino, y sin cuya presencia lo comunal indígena no puede prosperar.


Fuente:

La Potencia Plebeya
Álvaro García Linera
Siglo del Hombre Editores
CLACSO
Segunda Edición 2009
Pág. 264 - 269


Fragmento extraído de la "Narrativa colonial y narrativa comunal. Un acercamiento a la rebelión como reinvención de la política'', de Álvaro García Linera, en Memoria de la XI Reunión Anual de Etnología, La Paz, Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), 1998.



[1] Texto extraído de Álvaro García Linera, "Narrativa colonial y narrativa comunal. Un acercamiento a la rebelión como reinvención de la política'', en Memoria de la XI Reunión Anual de Etnología, La Paz, Museo Nacional de Etnografía y Folklore (MUSEF), 1998

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