domingo, 27 de noviembre de 2016

EL PASADO NOS SIGUE ALUMBRANDO (V): DOS CONCEPCIONES DE LA VIDA1




I

La guerra mundial no ha modificado ni fracturado únicamente la economía y la política de Occidente. Ha modificado o fracturado, también, su mentalidad y su espíritu. Las consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las segundas. Más probable me parece que deban acomodar sus programas a la presión de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse. Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino sobre todo, el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una pre-bélica, otra post-bélica, impiden la inteligencia de hombres que, aparentemente, sirven el mismo interés histórico, He aquí el conflicto central de la crisis contemporánea.

La filosofía evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos pre-bélicos, por encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a la violencia.

No faltaban hombres a quienes esta chata y cómoda filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge Sorel, uno de los escritores más agudos de la Francia pre-bélica, denunciaba por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba quijotismo. Pero la mayoría de los europeos había perdido el gusto de las aventuras y de los mitos heroicos. La democracia conseguía el favor de las masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas graduales, orgullosas de sus cooperativas, de su organización, de sus "casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en sus almas toda veleidad revolucionaria. La burguesía se dejaba conducir por líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del proletariado, preferían una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con sagaces transacciones.
Un humor decadente y estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad. El crítico italiano Adriano Tilgher, en uno de sus remarcables ensayos, define así la última generación de la burguesía parisiense: "Producto de una civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión, analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambios. Y a este mundo se adaptó sin esfuerzo. Generación todo nervios y cerebro gastados y cansados por las grandes fatigas de sus genitores: no soportaba los esfuerzos tenaces, las tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúscu­los, las luces dulces y discretas, los sonidos apa­gados y lejanos, los movimientos mesurados y regulares". El ideal de esta generación era vivir dulcemente.

II

Cuando la atmósfera de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios de esta generación sensual, elegante u hiperestésica, sufrieron un raro malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de vivre avec douceur, se estremecieron con una apeten­cia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclama­ron, casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como una trage­dia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un alcaloide o como un espectácu­lo. ¡Oh!, la guerra, —como en una novela de Jean Bernier, esta gente la presentía y la auguraba—, elle serait trés chic la guerre.

Pero la guerra no correspondió a esta previ­sión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan mediocre. París sintió, en su entraña, la ga­rra del drama bélico. Europa, conflagrada, lace­rada, mudó de mentalidad y de psicología.

Todas las energías románticas del hombre oc­cidental, anestesiadas por largos lustros de paz confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima guerrera y mística. Y al fenómeno bol­chevique siguió el fenómeno fascista. Bolchevi­ques y fascistas no se parecían a los revolucio­narios y conservadores pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testi­gos, conscientes o inconscientes, de que la gue­rra había demostrado a la humanidad que aún podían sobrevenir hechos superiores a la pre­visión de la Ciencia y también hechos contrarios al interés de la Civilización.

La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de la revolución. Mas, poco a poco, ha aparecido, luego, en su ánimo, la nostalgia de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por qué no volver —se pregunta— al buen tiempo, pre-bélico? Un mismo sentimiento de la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y del proletariado, que trabajan, en comandita, por descalificar, al mismo tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos, Ahí, la vieja guardia burguesa ha abandonado al fascismo y se ha concertado en el terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada de regresar, con los fascistas, al Medio Ego. Nada de avanzar: con los bolcheviques, hacia la Utopia.

El fascismo habla un lenguaje beligerante y violento que alarma a quienes no ambicionan sino la normalización. Mussolini, en un discurso, dijo "No vale la pena de vivir como hombres y como partido y sobre todo no valdría la pena llamarse fascistas, si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay olas ni ciclones, Lo bello, lo grande, y quisiera decir lo he romo, es navegar cuando la tempestad arrecia Un filósofo Maman decía: vive peligrosamente Yo quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir peligrosamente, Esto significas estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trata de defender la patria y el fascismo". El fascismo no concibe la contrarevolución como una empresa vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica2. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos. Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero, si es posible con buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando con Mussolini Il Corriere dalla Sera de Milán. Pero uno y otros términos designan el mismo anhelo.

Los revolucionarios, como los fascistas, se proponen por su parte, vivir peligrosamente. En los revolucionarios, como en los fascistas, se advierte análogo impulso romántico, análogo humor quijotesco.

La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la prosa beligerante de los políticos. En unas divagaciones de Luis Bello encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero a esta edad romántica, revolucionaria y quijotesca, no le sirve ya la misma fórmula. La vida, más que pensamiento, quiere ser hoy acción, esto es combate. El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe, que puede ocupar su yo profundo, es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuándo, los tiempos de vivir con dulzura. La dulce vida pre-bélica no generó sino escepticismo y nihilismo. Y de la crisis de este escepticismo y de este nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.



NOTAS:
1 Publicado en Mundial: Lima, 9 de Enero de 1925, Trascrito en Amauta: Nº 31 (págs 4-7). Lima, Junio-Julio de 1930. E incluido en la antología de José Carlos Mariátegui, que la Universidad Nacional de México editó, en 1937, como segundo volumen de su serie de "Pensadores de América" (págs. 124-129).
2 Este aserto atañe a los años ascensionales del movimiento fascista, porque entonces procuró Mussolini conservar la apariencia constitucional de su régimen y aun tolero una oposición que te ofreciera lucha. Pero después de la crisis sufrida por el régimen durante los años 1925-1930, no cabe duda que José Carlos Mariátegui habría alterado los términos de su aserto, pues habiendo definido su carácter reaccionario, la "empresa épica y heroica" del fascismo se trocó en mera declamación y su realidad permanente fue la acción policial.

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